Por Daniela García Zamora
Los últimos días de noviembre del 2016 fueron desconcertantes para todos. Costaba creer, en aquel momento, el fallecimiento del líder histórico de la Revolución Cubana, Fidel Castro.
Muchos llamaban por teléfono para dar la noticia, como se suele comunicar a la familia cuando algo nefasto ocurre. El General de Ejército Raúl Castro lo había informado a través de la televisión nacional, los medios ampliaban la noticia, y, aun así, era difícil aceptar la muerte del Comandante.
Fidel Castro fue tan grande como sus hazañas. Un hombre impresionante desde su esbelta figura en uniforme verde olivo hasta su oratoria, con una visión tan extraordinaria en su pensamiento que lo ubicaba en un plano casi sobrehumano.
Un líder del pueblo, querido, admirado, venerado como el héroe que logró cambiar el destino de todo un país y la perspectiva a gran parte del continente. Quizás ese cariño, con un matiz de idolatría, alejaba la idea de que podía morir.
Los últimos días de noviembre del 2016 en Cuba se vivieron en las calles, de pie en las aceras esperando la caravana que llevaba los restos del Comandante en Jefe, desde la Habana hacia Santiago de Cuba.
Resultaron jornadas para elaborar carteles, pancartas, corear consignas, rendir homenaje y llorar al paradigma. La partida del líder de la Revolución Cubana estremeció al archipiélago y a otras latitudes del mundo, porque había fallecido uno de los hombres más grandes de la historia.
Fidel creó el concepto de Revolución, fomentó los valores más humanos, defendió la igualdad plena y el valor de las ideas; su convicción, la vigencia de sus reflexiones y la entrega al proceso revolucionario le hicieron trascender.
Dijo Martí que «la muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida»; por tanto, la ocasión para homenajear su existencia es enero, agosto y también los últimos días de noviembre.
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