Por Anabel Martín García
El 27 de noviembre de 1871 una orden militar acabó con la vida de ocho jóvenes cubanos acusados de profanar la tumba del tristemente célebre periodista español y acérrimo anticubano Gonzalo Castañón. Tal acusación, a la que agregaron la de infidencia o deslealtad, fue suficiente para que un tribunal amañado dictara sentencia de muerte contra aquellos estudiantes que no superaban los 21 años de edad y cursaban el primer año de medicina en la Universidad de La Habana.
En un principio, más de 40 alumnos enfrentaron dos Consejos de guerra donde fueron juzgados. En el primer juicio unos quedaron absueltos y otros tuvieron condenas menores, pero la furia del Cuerpo de Voluntarios de La Habana y la bajeza del gobierno colonial español se combinaron para anular la sentencia. En un segundo y todavía más injusto proceso, los ocho jóvenes recibieron la pena de muerte.
Los sucesos que dieron pie a tal injusticia ocurrieron solo tres días antes, la tarde del viernes 24 de noviembre de 1871, en el Cementerio de Espada, cercano al Anfiteatro Anatómico, donde recibían sus clases. Ese día Anacleto Bermúdez, Ángel Laborde, José de Marcos y Juan Pascual Rodríguez vieron el vehículo donde habían conducido cadáveres destinados a la sala de disección, montaron en él y pasearon por la plaza que se encontraba delante del cementerio. Los acompañaba Alonso Álvarez de la Campa, de solo 16 años, quién tomó una flor que estaba delante de las oficinas del camposanto.
La simple presencia de los muchachos en el cementerio fue suficiente para que los acusaran de profanar la tumba de Gonzalo de Castañón, hecho que las autoridades no pudieron comprobar. Solo para escarmentar sumaron a la lista de fusilados a los jóvenes Carlos Augusto de la Torre, Eladio González Toledo y Carlos Verdugo.
Injusto, cruel, abominable resultó para los revolucionarios de la época, que dejaron evidencias de su dolor e inconformidad. Fermín Valdés Domínguez en un constante batallar por demostrar la inocencia de los ocho estudiantes asesinados, logró en enero de 1887 que uno de los hijos de Gonzalo Castañón confirmara la normalidad del nicho de su padre, un testimonio que echó por tierra la justificación empleada 16 años antes para fusilar a los estudiantes.
Por su parte José Martí plasmó su dolor en verso cuando escribió: No vacile tu mano vengadora;/ no te pare el que gime ni el que llora:/ ¡mata, déspota, mata,/para el que muere a tu furor impío,/el cielo se abre, el mundo se dilata!
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