Hacer reír, pero con respeto y profesionalidad […]». Esas puntuales palabras fueron las que utilizó el multilaureado escritor Alberto Luberta Noy (1931-2016), Premio Nacional de Radio, y Premio Nacional del Humor, para despedirse de este escribidor, en una entrevista «formalmente informal», que le concediera un tiempo antes de su lamentable deceso.
Con apoyo en esas palabras, he decidido evaluar —desde una óptica objetivo-subjetiva por excelencia— el espacio ¿humorístico? Al habla con los muertos, con guión del escritor Amílcar Salatti y dirección del realizador Alberto Luberta Martínez, e incluido en la programación estival correspondiente al año en curso.
Ante todo, debo aclarar —aquí y ahora— que no me haré eco de las diatribas que contra ese recién estrenado programa de la televisión cubana han propalado los denominados medios «independientes» (léase dependientes del imperio), así como las redes sociales, y en los que solo enfocan una arista de la grave situación epidemiogénica que enfrenta la población insular en relación con el elevado número de defunciones como consecuencia del letal Coronavirus-COVID-19.
Mi análisis crítico va un poco más allá, ya que se trata —fundamentalmente— de un problema ético y de sensibilidad humana, que alcanza a todos los miembros de la familia cubana.
Antes de dedicarme al ejercicio de la crítica artístico-literaria y del periodismo cultural, fui un profesional de la salud mental que laboré durante más de tres décadas en el Hospital Psiquiátrico de La Habana, donde la Mesa de Morgagni (o morgue, lugar donde son depositados los cadáveres de los pacientes que fallecen como consecuencia de las más disímiles afecciones orgánicas), es un templo sagrado, tanto para los patólogos como para los técnicos en Anatomía Patológica que prestan sus valiosos servicios en dicha dependencia.
Por lo tanto, no percibo en un lugar sagrado, localizado —en este caso— en una funeraria, donde deben prevalecer el silencio y el respeto a la memoria de quienes ya no están físicamente entre nosotros, el más ligero asomo de comicidad (independientemente de las situaciones hilarantes que afrontan los cuatro actores que desarrollan la acción dramática en que se estructura ese audiovisual; artistas que —por lo demás— son admirados y respetados por el público cubano), pero sí de humor negro, y por cierto, muy mal dosificado, al extremo de herir la susceptibilidad de las personas que —por las más disímiles causas biomédicas— han perdido a un ser querido. No creo que nadie se encuentre exento de haber experimentado el dolor lacerante que produce el fallecimiento de un familiar allegado.
Por otra parte, es un verdadero estereotipo, ya eliminado por una buena parte de nuestros realizadores audiovisuales (por ejemplo, en el capítulo «Decisión», de la teserie Rompiendo el silencio, que tuvo tan favorable acogida en la teleaudiencia nacional), a la hora de caracterizar —desde la vertiente conductual— a un personaje gay en la pequeña pantalla: el afeminamiento y el amaneramiento caracterogénicos en personajes masculinos con comportamiento homoerótico pertenecen a un pasado reciente en el mundo del audiovisual, no solo cubano, sino internacional.
Por último, me agradaría finalizar con una sabia reflexión del periodista, escritor y profesor, José Antonio de la Osa (1939-2021), «el buen profesional de la prensa [al igual que un buen realizador o creador, agrego yo], debe tener sentido del límite», y con una interrogante: ¿qué función desempeñan los «decisores» de nuestro Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT), que no fueron capaces de prever el impacto negativo que podía provocar esa teleserie en la población cubana?