«Hombre es ser más que torpemente vivo; es entender una misión, ennoblecerla y cumplirla». Con esa frase genial de José Martí quiero ilustrar esta crónica, «escapada» del alma, al igual que la música y la poesía, y dedicada a evocar la sagrada memoria del escritor, filólogo, periodista y profesor, Alberto Ajón León (1948-2024), miembro ilustre de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC) y de la Sociedad Cultural «José Martí».
Aquí, solo voy a referirme a la estrecha relación profesional y afectivo-espiritual, que me uniera en vida a ese cálido defensor del buen uso de la lengua cervantina y del buen quehacer literario desde su tribuna predilecta: la emisora nacional Radio Reloj, escuela de locutores y periodistas que ejercen sus respectivas profesiones en ese medio masivo de comunicación.
Conocí a Ajón (como era conocido en el predio intelectual, y fuera de él) en 1996, hace casi tres décadas. Me lo presentó el periodista Pedro Quiroga Jiménez, quien me había entrevistado para la Revista Semanal, que sale al aire por las ondas nacionales de Radio Reloj. Tanto le agradó a mi futuro maestro de periodismo radial lo que dije acerca del enfoque ético-humanista en que se debe apoyar el tratamiento médico que recibe el paciente con epilepsia, que me invitó a colaborar con la Revista Semanal; colaboración que sobre temas de salud mental, así como de otras disciplinas humanísticas, se tornó sistemática durante el tiempo que ocupara la dirección de ese gustado espacio dominical, y que se intensificara con el secuestro de que fuera víctima el niño cardenense Elián González por parte de la parentela y la mafia miamenses.
Desde ese mismo momento, se estableció un fluido vínculo profesional y afectivo-espiritual, que fue creciendo poco a poco, «como llega cojeando la verdad de la mano del tiempo», al decir del pensador heleno Annon. Recuerdo con no disimulada emoción que, gracias a Ajón, me convertí en cronista de ballet, ya que, en medio de un Festival Internacional de esa disciplina artística, me pidió que cubriera la gala de apertura de esa magna fiesta capitalina del «arte de las puntas». Le dije: si yo no sé nada de ballet, ¿cómo voy a cubrir esa función? La respuesta no se hizo esperar: «¿qué clase de periodista es usted, o acaso no tiene en cuenta el aforismo martiano de que el buen periodista debe conocer desde el microbio hasta la nube?». Por otra parte, «usted es psicólogo, aplique los conocimientos que posee y ya tiene casi toda la batalla ganada». Esa lección me dejó sin argumentos, y raudo y veloz partí para la sala «García Lorca» del Gran Teatro de La Habana (hoy «Alicia Alonso») a cumplir la encomienda asignada por Ajón.
Para suerte mía, ocupé asiento al lado de monseñor Carlos Manuel de Céspedes (1927-2014), sagaz crítico de danza, quien me enseñó los esenciales mínimos indispensables acerca del ballet clásico; disciplina a la que como crítico me he consagrado en cuerpo, mente y espíritu durante las últimas dos décadas.
Ahora que busco en los «escondites» de mi archivo mnémico los mejores momentos vivenciados con ese ser humano único e irrepetible, evoco con gran placer aquellos «te literarios» que celebrábamos en la redacción de la Revista Semanal, donde Ajón me enseñó a trabajar con la plantilla de Radio Reloj durante una tarde de mi cumpleaños 53, y nos reuníamos el maestro Juan Emilio Friguls (1919-2007), Premio Nacional de Periodismo «José Martí» y Premio Nacional de Radio, el reportero Pedro Quiroga Jiménez, y este cronista, entre otros colegas, para tratar temas divinos y humanos que me ayudaron a crecer, según el Apóstol, «como las palmas […], como los pinos […]».
En cuanto mi inolvidable maestro comenzó a incursionar en el fértil campo de la literatura, me pidió que cubriera las presentaciones de sus textos y que los reseñara para la prensa nacional. No solo cumplí al pie de la letra sus indicaciones, sino también lo entrevisté cuando Radio Reloj cumplió los 70 y 75 años de fundada.
La última vez que vi con vida a Ajón fue, en julio pasado, en la capitalina Casa de la Prensa, donde nos entregaron la Moneda Aniversario 60 de la UPEC. En ese entorno, fue donde le di el último abrazo y cruzamos las últimas palabras mi querido maestro y yo.
¡Gloria eterna al espíritu noble y bueno de Alberto Ajón León, quien puede mostrar al cielo, con legítimo orgullo, su valiosa obra periodística, literaria y docente-educativa acabada!
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