Al partir, su sonrisa no pudo haberse apagado. Carlos Ruiz de la Tejera es de esas figuras imprescindibles de la cultura cubana que deja en nuestras almas una honda deuda de gratitud. Como pocos, pudo mostrarnos su firme convicción en la creencia de que no hay mayor felicidad que la de hacer el bien a los demás, y por eso escoge el arte del humor para entregarlo como un alimento espiritual que contribuye a hacer más bella y noble la condición humana.
Este prestigioso intelectual, al conglomerado de personas que habitan esta isla caribeña, hizo que nos mirásemos por dentro en detalles que singularizan nuestras realidades desde perspectivas ingeniosas. Para nada ha sido casual que aquellos ocurrentes monólogos de La Guagua y el de La Jaba permanezcan como clásicos reservorios costumbristas de estos tiempos. Solo una persona del dominio cultural que le distinguía, podía hacernos reír a carcajadas con el monólogo sobre El Camello, para después emocionarnos con aquel otro dedicado a una lata, en la cual brilla un sol que nace desde su interior, y finalmente ponernos a pensar en torno a los consejos de la Madre Teresa de Calcuta para avalar la vida en toda su plenitud.
Continuador de los exigentes preceptos chaplinescos de cómo afrontar la realización de una obra que relajara anímicamente al receptor, para este Premio Nacional de Humorismo, el valor del talento innato de cada quien es una cosa, pero otra es que consideraba, como una rigurosa obligación profesional, el estudio y la práctica que fueran necesarios para consolidar la puesta de una escena. De ahí que en ninguna de sus propuestas aparezcan las grietas de la improvisación y del mal gusto.
A cinco años de su viaje a la inmortalidad, este 3 de julio, el nombre de Carlos Ruiz de la Tejera está en el recuerdo de quienes sabemos que le dio todo a Cuba por preservar el esplendor en la sonrisa de una nación.
Texto: Guille Vilar
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