Desde su fundación el 24 de marzo de 1959, el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) tuvo entre sus objetivos estimular la creación y la producción nacional de audiovisuales, y también la distribución. Su establecimiento, a solo tres meses del triunfo revolucionario, fue una de las más importantes ganancias sociales y culturales de aquellos años.
La premisa del ICAIC era crear (o educar) nuevos públicos y fomentar la producción de un cine nacional comprometido desde lo artístico y lo social, hecho por vocación.
En el primer “Por cuanto” de la Ley 169 del joven Estado revolucionario que dio paso a la fundación del Instituto se afirmaba que “el cine es un arte”.
Los historiadores y críticos de arte consideran que esa primera definición no fue casual, sino que situaba al cine por nacer en un nuevo lugar no solo como entidad de producción artística, sino también como un arte moderno reproductor y recreador de ideología.
Se trataba de crear un cine de profundo carácter nacional distanciado de los esquemas tradicionales de la cinematografía comercial.
La reconocida escritora e intelectual cubana Graziella Pogolotti ha dicho que el nacimiento del ICAIC colmó muchas expectativas y contribuyó, simbólicamente, a definir el rumbo que tomaría la política cultural revolucionaria. “Necesitábamos también reconocernos en nuestra voz, nuestra imagen, nuestra sonoridad y nuestros conflictos”.
En aquel entonces la Revolución entregó los recursos necesarios, para producir con rapidez y eficiencia, a Tomás Gutiérrez Alea y Julio García Espinosa, quienes habían pasado por un aprendizaje en Roma.
Alfredo Guevara junto a Santiago Álvarez. Foto: Archivo CD.
Los nuevos cineastas, directores, encargados de la fotografía, sonidistas, productores, todo el equipo técnico oculto tras el resultado final, se formaron sobre la marcha, a través de la realización de documentales y de largometrajes de ficción, recuerda Pogolotti.
A la par, guiado por Alfredo Guevara se fue desarrollando un intenso debate intelectual. Lo animaba el intercambio entre teoría y práctica, y el análisis de las tendencias que dominaban la contemporaneidad en un contexto de constante aprendizaje y ante los desafíos impuestos en un proceso descolonizador.
Memorables son las producciones pioneras que, como dijera Pogolotti, “investigaron zonas poco exploradas de nuestra realidad, afrontaron la construcción de un relato histórico, plantearon en términos críticos los problemas que entorpecían el crecimiento de un proyecto socialista.
“Elaboraron, además, un pensamiento original en torno a la relación entre la obra y su destinatario, considerado factor activo en una dialéctica de la creación, nunca consumidor pasivo de un mensaje didáctico y adormecedor.
“Reaccionaron contra cualquier intento de subestimación del sujeto, potencialmente autocrítico, que ocupaba una butaca en la sala oscura y el que se estaba entrenando en las regiones remotas, carentes de electricidad, donde ese espectáculo estaba llegando por primera vez”.
Fueron producciones “esencialmente comprometidas con las ideas de la Revolución, se interrogaron acerca del diálogo entre cultura y sociedad con el propósito de encarrilar sus búsquedas en la misma dirección, sin acudir a fórmulas simplonas, sin eludir los desafíos de la complejidad y sin desmedro de la calidad artística”, subrayó la intelectual cubana en su artículo Tiempos de fundación, a propósito del aniversario 60 del ICAIC.
Carteles de filmes cubanos.
De la creatividad de Alfredo Guevara, Santiago Álvarez, Tomás Gutiérrez Alea y Saúl Yelín, considerados padres fundadores del ICAIC, junto a otros entusiastas jóvenes, nacieron entrañables obras que dieron voz a los antiguos marginados sociales y los héroes vencedores como el obrero, la mujer, los campesinos y negros, también el combatiente rebelde, el mambí y los milicianos.
La experimentación fue la clave de toda creación. Desde los largometrajes y el documental se reflejaron con fuerza los cambios y transformaciones, sus protagonistas y hacedores comunes. La gran pantalla legitimaba las nuevas realidades, transformaciones y proyectos sociales a través de ellos, de su cotidianidad.
Sobresalen de esa época las producciones de Tomás Gutiérrez Alea Historia de la Revolución (1960), Las doce sillas (1962), La muerte de un burócrata (1966) y Memorias del subdesarrollo (1968).
Otros filmes como Juan Quinquín en Pueblo Mocho de Julio García Espinosa (1967); La primera carga al machete de Manuel Octavio Gómez (1969), y Lucía de Humberto Solás (1968), sintetizan asimismo lo mejor de la creación cinematográfica de aquellos años germinales.
La documentalística de Santiago Álvarez -vista en sus documentales y el conocido Noticiero ICAIC (1960-1990)- es fundamental para comprender la historia de la Revolución naciente.
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Humberto Solás, director de filmes como Lucía, Miel para Oshùn, Manuela, Cecilia y Barrio Cuba. Foto: Archivo CD.
De la década del setenta recordamos películas como De cierta manera de Sara Gómez (1973); El hombre de Maisinicú de Manuel Pérez (1973), y Paty Candela de Rogelio París (1976).
También obras de Tomás Gutiérrez Alea como Una pelea cubana contra los demonios (1971), La última cena (1976) y Los sobrevivientes (1978).
El brigadista (1977), de Manuel Octavio Gómez, incursionó en unos de los grandes hitos del cambio revolucionario: la Campaña de Alfabetización.
Pastor Vega se encargó de uno de los filmes más populares de la etapa, Retrato de Teresa (1979), donde la incorporación social de la mujer contra el machismo marcó un hito en la cinematografía del patio y contribuyó a la generación de un debate nacional inconcluso aún sobre dicho tema.
En 1979 vio la luz la primera película de animación cubana Elpidio Valdés de Juan Padrón.
El Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano se inauguró en 1978. La proyección latinoamericanista se adentraba desde el séptimo arte en un reto de grandes magnitudes frente al poderío de Hollywood: mostrar las realidades de América Latina a través del lente de sus realizadores cinematográficos, o sea, crear un permanente espacio para la visión de los históricamente dominados.
Afirman los críticos que durante los 70 el cine cubano vivió la llamada etapa historicista debido a la fuerte presencia de producciones de contenidos y dramas históricos, ubicados de modo mayoritario en la época colonial.
La lucha de clases, los enfrentamientos políticos, los tabúes que se pretendieron cuestionar o derribar y la propia obra social de la Revolución fueron reflejados en la cinematografía del momento, que se preocupó más por hacer un cine de reafirmación que por la belleza estética que supone este difícil arte.
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Los Estudios de Animación trajeron animados y personajes que han entretenido a generaciones de cubanos.
La Cecilia de Humberto Solás (1982) inauguró otra década cinematográfica, en la que nacieron películas icónicas como Vampiros en La Habana de Juan Padrón (1985); La bella del Alhambra de Enrique Pineda Barnet (1989), y Clandestinos de Fernando Pérez (1987).
Fue una época en la que llegaron a la gran pantalla una buena cantidad de comedias urbanas contextualizadas en el presente inmediato de esos años; en breve síntesis pueden mencionarse: Se permuta (1983), Los pájaros tirándole a la escopeta (1984), Vals de La Habana Vieja (1987), Plaff o demasiado miedo a la vida (1988), Sueño tropical (1991) y Adorables mentiras (1991).
Así también el cine abordó problemáticas relativas al desarrollo del modelo social cubano y varios de sus conflictos humanos en Como la vida misma, Venir al mundo, Una novia para David, En tres y dos (todas de 1985), Bajo presión y Papeles secundarios (ambas de 1989).
El sensible tema de la emigración fue reflejado por primera vez como trama central de una película como Lejanía (1985) y retomado –desde sus diversas aristas- en no pocas de las producciones y co-producciones que le sucedieron.
La épica histórica y revolucionaria se agenció títulos como Guardafronteras (1980), Los refugiados de la Cueva del Muerto (1983), Baraguá (1986), Clandestinos (1987), y Caravana (1990).
Un colofón importante en el desarrollo del cine cubano hasta ese entonces –con el ICAIC como puntera- lo constituyó la inauguración en 1986 de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, creada bajo la reconocida perspectiva latinoamericanista y tercermundista.
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Con la llegada del denominado Periodo Especial en Cuba, a raíz de la caída del Muro de Berlín y las tensiones crecientes en las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, el ICAIC quedó prácticamente sin presupuestos financieros para sus producciones.
Entonces las coproducciones con productoras y entidades internacionales se tornaron la tabla de salvación del cine cubano, aunque –hay que decirlo- se fomentaron producciones con una notable carencia estética.
Salieron a la luz en esa época una serie de comedias que exacerbaron las duras condiciones de sobrevivencia no solo de la sociedad y los cubanos, sino del propio cine. Se trataba de un hiperrealismo social que dejaba atrás la búsqueda de una estética artística, acotan los críticos.
En algunas de esas coproducciones la marginación y sus diferentes expresiones sociales fueron el medio y el fin de casi todos los personajes. Fue el caso de Maité (1994), Kleines Tropicana (1997), Un paraíso bajo las estrellas (1999) y Hacerse el sueco (2000).
Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío durante la filmación de Fresa y chocolate. Foto: Archivo CD.
Felizmente otras coproducciones navegaron con espléndido acierto. El clásico Gutiérrez Alea inició simbólicamente, en 1993, la década con su memorable Fresa y Chocolate. A pesar de que ya la narrativa de los 80 se había adelantado al tema homosexual, fue un filme que provocó un repensar sobre las realizaciones, espacios y posibilidades no solo de los homosexuales en un país con determinados códigos de intolerancia, sino además del cubano en general.
También en 1992 apareció un filme portador de un osado experimento artístico, El siglo de las luces, de Humberto Solás, la versión cinematográfica de la novela homónima de Alejo Carpentier.
La emigración, la vivienda, la pobreza material, la burocracia, la religiosidad africana y católica, la corrupción, los existencialismos y los conflictos de identidad en tiempos de dificultad, llegaron en cintas de corte introspectivo e interrogador como Hello Hemingway (1990), Madagascar (1994), El elefante y la bicicleta (1994), Reina y Rey (1994), Pon tu pensamiento en mí (1995), Amor vertical (1997), La vida es silbar (1998), y Las profecías de Amanda (1999).
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«José Martí: el ojo del canario».
El siglo XXI se inició para el cine cubano -desde el punto de vista estético- con Suite Habana de Fernando Pérez (2003). Un filme que inauguró una particular “estética de la fealdad”, de corte introspectivo, que conmovió de manera profunda al público nacional.
Luego, en 2012 se regresó al cine histórico con José Martí el ojo del canario, también de Fernando Pérez.
Probablemente esta última sea la película de mejor reconstrucción de época (mediados del siglo XIX) del cine cubano en sus últimos 25 años. Con pocos recursos logró reproducir una excelente atmósfera histórica donde es posible ver las duras y profundas contradicciones sociales en las cuales se desarrolló el colonialismo y la esclavitud en Cuba.
El cine cubano de los 2000 ha continuado explorando en el complejo panorama de la identidad nacional, los conflictos generacionales, las expresiones religiosas y en los efectos sociales y humanos generados por la crisis de los 90.
Los dilemas de la existencia cotidiana pueden ser vistos en obras como Lista de espera (2000), Nada, Miel para Ochún (ambas de 2001), Perfecto amor equivocado (2004), Habana Blues y Viva Cuba (2005); esta última de gran aceptación popular.
Podemos agregar a este listado Barrio Cuba (2005), Mañana, La pared, y Páginas del diario de Mauricio (todas del 2006), Personal belongins y El Cuerno de la abundancia (2008).
El tema racial también volvió al cine cubano a inicios de siglo. En el 2003 Jorge Luis Sánchez nos propuso Roble de olor, una trágica historia de amor interracial en el apogeo de la esclavitud cubana durante la primera mitad del siglo XX basada en hechos reales.
En 2006 Jorge Luis Sánchez nos entregó El Benny, biografía artística del más grande músico popular del siglo XX en Cuba, Benny Moré. Y en 2012, Irremediablemente juntos (2012), otra historia de amor interracial situada en el presente.
Miradas muy singulares al pasado republicano de Cuba (1902-1958) fueron construidas en estos años a partir de cuatro interesantes producciones: La edad de la peseta (2006), Omertá (2008), El viajero inmóvil (2008) y Cuidad en rojo (2009). Obras bajo la dirección de Pavel Giroud, Tomás Piard y Rebeca Chávez.
Fotograma de Conducta, dirigida por Ernesto Darana en 2014, con muy buena acogida de público.
En el siglo XXI los festivales del Nuevo Cine Latinoamericano, de la Crítica Cinematográfica, de los Jóvenes Realizadores y el de Cine Pobre, comandan los principales certámenes de un cine nacional actual imbricado a las nuevas técnicas digitales que ofrecen una mayor participación en el audiovisual cubano a jóvenes realizadores.
Destacan en la filmografía cubana contemporánea –además de los mencionados antes- directores como Juan Carlos Tabío, Gerardo Chijona, Enrique Pineda, Rogelio París, Arturo Soto, Ernesto Darana, Lester Hamlet, Juan Carlos Cremata y otros.
Los críticos consideran que se palpa en el cine cubano hoy la intención de un nuevo grupo de realizadores y directores preocupados por dotar al cine nacional de una estética más universal, es decir, la búsqueda y plasmación de temas y tramas menos locales y más afines a un lenguaje internacional, que permita una mayor acogida de nuestro cine en medios internacionales. En ese caso, mencionan a directores como Pavel Giroud, Lester Hamlet, Esteban Insausti y Alejandro Brugués.
De esa misma generación Ián Padrón condujo uno de los filmes más populares de la segunda década del siglo, Havastation (2011).
Alejandro Brugués fue el director de Juan de los muertos (2011), una comedia de humor negro y zombis donde el surrealismo habanero da paso a una historia de irracionalidades con matices políticos y sociales.
De estos últimos años también podemos recordar títulos como Larga distancia, Casa vieja (2010), Lisanka (2009), Fábula, La guarida del topo (2011). Y Conducta, dirigida por Ernesto Darana en 2014, con muy buena acogida de público.
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La creación del ICAIC y poco después de la emblemática Casa de las Américas, concretó en los primeros meses de la década de los sesenta del pasado siglo el anhelo de una industria cinematográfica nacional; el mismo anhelo de hombres como Julio García Espinosa y Tomás Gutiérrez Alea, Alfredo Guevara y Jorge Haydú mientras realizaban en la década del cincuenta El Mégano.
Del ICAIC, en su primera década de existencia, salieron varias de las películas más logradas en la historia del cine cubano, algunas de ellas incluidas en listas internacionales de los mejores filmes del siglo XX.
En la historia han quedado cintas como Now!, que algunos consideran el precursor del videoclip, y clásicos como Memorias del subdesarrollo. En más de sesenta años cientos de películas de ficción y documentales, miles de escenas y rostros, una inmensa obra; la mayor parte de ella producida y creada bajo la sombrilla del ICAIC.
Hoy vivimos tiempos de emergencia de las nuevas tecnologías en la realización y distribución de películas; tiempos de cine independiente, de nuevas vías de financiación y promoción, de formas estatales y no estatales de producción; tiempos de polémicas sobre el papel del arte y la dominación cultural; tiempos en los que sobrevivimos a una pandemia. El cine no puede estar ajeno.
En 2019 Cuba estableció una nueva política para fomentar la creación cinematográfica y audiovisual. A las puertas de su aniversario 64, el ICAIC tiene ante sí el reto de continuar potenciando la producción nacional de películas y documentales que sean termómetro y reflejo de nuestra realidad.
Fuente: Texto: Claudia Fonseca Sosa. Cubadebate
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