CERRÓ el V Clásico Mundial de Beisbol. Japón reinó, Estados Unidos fue desplazado de la cima al subtítulo y Cuba aún celebra el cuarto escaño con que selló la llegada a una instancia esquiva durante 17 años.
Las indescriptibles escenas vividas durante el trayecto cubierto por su equipo tras el recibimiento encabezado por el Primer Secretario del Partido y Presidente de la República, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, expresaron la alegría compartida por millones de compatriotas.
Sobrepuesto a dos reveses que parecían marcar su regreso a casa, la selección a las órdenes del siempre modesto Armando Johnson terminó por encabezar el grupo A, disputado en Taipéi de China, y derrotó a Australia en el cruce de muerte súbita con sede en Japón.
Hasta ahí enfrentó exigencias acrecentadas por la presión que siempre surge con la cercanía de la posible eliminación, pero lo hizo en un ambiente estrictamente apegado a las reglas de la competición y los valores del deporte.
Añadamos en positivo el cariño con que la afición de esos países reconoce a los jugadores insertados en la liga profesional japonesa, literalmente perseguidos en busca de autógrafos o una foto compartida.
Pero la llegada a Estados Unidos aportó la otra cara de la moneda, signada por dos tendencias claramente definidas en la amplia comunidad cubana radicada en Miami: los que aplaudieron con respeto y quienes promovieron o se hicieron abanderados del odio.
Aunque la delegación cubana alertó con tiempo en torno a posibles acciones promovidas por los abanderados de ese segundo segmento, y las autoridades mostraron una imagen de “todo bajo control”, la realidad terminó por ser bochornosa.
Habría bastado el lenguaje obsceno presente en consignas y carteles para considerar inapropiado el ambiente permitido en el LoanDepot Park, pero lamentablemente hubo más en la lista de irregularidades atentatorias contra el compromiso inherente a la sede.
No hay que conocer de deportes para entender cuán difícil puede resultar para un jugador alcanzar la concentración requerida para enfrentar a la potente escuadra estadounidense mientras en las gradas esposas e hijos son agredidos por personajes deleznables.
Sucedió ante la complicidad de los encargados de evitarlo, quienes también miraron a otro lado cuando miembros de la delegación cubana, incluidas mujeres, fueron blanco de objetos lanzados por esos que tanto hablan de derechos humanos y libertad de pensamiento.
Y llegó también al área de calentamiento de los lanzadores, al tiempo que salir al círculo de espera se convertía en acercamiento a quienes derrochaban vulgaridad a viva voz, y los representantes de medios de la Isla también devenían blanco de lo inaudito.
Aun queriendo se hace imposible entender que resultaran inevitables las ridículas invasiones al terreno de juego o que las revisiones supuestamente destinadas a impedirlo terminaran no detectando pancartas de tamaño considerable.
Sobre los organizadores y el prestigio del certamen recaen ya como manchas las escenas no respaldadas por un sector del público negado a sucumbir ante la desfachatez y la intolerancia desde la que también se gestaron noticias falsas e interrogantes periodísticas totalmente ajenas al beisbol.
En el expediente de la infamia se inscribieron además los ataques a jugadores contratados en otros circuitos, sin el amparo de la Federación Cubana de Beisbol, que respondieron al llamado de esta, e intervenciones repletas de maldad que Johnson y sus muchachos tuvieron que soportar en las conferencias de prensa.
Quienes se empeñen en dudar de esos y otros desmanes pregunten a la coordinadora de viajes del equipo, impactada por una lata en pleno rostro, o a Frank Abel Álvarez, en cuyo brazo subsiste la huella de otro objeto de ese tipo.
Lástima que el probado rango de esa lid quedara sumergido en el pantano de la permisibilidad, pero a esa agradeceremos un nuevo desenmascaramiento de quienes nos agreden, y la valentía a toda prueba de los que la enfrentaron sin flaquezas.
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