Fiel al linaje origenista, perteneciente a su llamada Segunda Generación, Eliseo Diego es voz que engrandece una poética grupal para llenarla con el inconfundible lirismo que dio nueva tonalidad a la poesía hispánica.
Conocido y, en cierto modo, estudiado en las márgenes de su humanismo, enlazado a los temas de una poesía de la nostalgia y el tiempo, su pérdida y caducidad, se ha desmarcado el optimismo radiante de la existencia que pone como sujeto y objeto de su poetizar. Eliseo Diego se convierte en la fiel ilustración de lo que se podría llamar el “no positivo”, en tanto hace de los miedos y crepitaciones del alma, de la angustia y el desgarramiento, un caudal no de queja sino de creación.
Hablar de Eliseo Diego de cara a su “condición humana” sería del todo imposible, soslayando su obra. A pesar de esa zona intermedia que la determina como espacio, la región de un letargo, el limbo donde las cosas ocurren, siempre encontramos la tendencia a la luz, que salva su propio decaimiento y su ocaso. Así expresa en Oda a la joven luz:
En mi país la luz
es mucho más que el tiempo, se demora
con extraña delicia en los contornos
militares de todo, en las reliquias
escuetas del diluvio.
(…)
Y es que ciega la luz en mi propio país deslumbra
su propio corazón inviolable
sin saber de ganancias ni de pérdidas.
Pura como la sal, intacta, erguida,
la casta, la demente luz deshoja el tiempo.
En esa precisa simbiosis de vida y obra, es donde Eliseo encuentra “la increíble felicidad”, el “cuerpo solo” que se nutre de entrambos y que marca las huellas de su poesía a partir de cada vivencia, enriquecida y sostenida por los objetos que la hacen. De su propia vida y no de ideas conceptuales, nace su definición de “condición humana”, que para él es lo “esencial”. En entrevista personal, y hablando de su esposa e hijos, dijo: “Aunque Bella no ha escrito una sola palabra, ha creado a tres hijos que le quedaron muy bien, yo me enorgullezco porque es obra de ella, los tres son brillantes, tienen una cosa que para mí es esencial que es la condición humana…”[1]
Mas para comprender el sentido exacto de la “condición humana” en Eliseo Diego y la irradiación que de ello prodiga su poesía, debemos ahondar en algo aún más definidor y que es la identidad, ya no del poeta sino del hombre. Y en esto tiene mucho que ver la calidad prístina, real y objetual de su poesía, que profundiza una y otra vez en el terror de la pérdida de lo vivido, para acentuar la calidad “imaginal” de la creación. La obsesión de Eliseo Diego reside en buscar la pureza de las cosas en un afán de encontrar la identidad más pura del hombre como fundamento de su “condición humana”.
Por eso su afán de sondear más allá de la historia común y nacional, la historia familiar e individual, por captar la pureza más allá del disfraz que se esconde bajo lo fenoménico, más allá de la “sublime comedia que llamamos historia”, bajo el “gran teatro del mundo”, para encontrar “la profunda quietud de nuestro rostro verdadero”.[2] Habida cuenta de que el restallar de las imágenes, la pérdida de la inocencia es inevitable, la restauración del mundo es la “misión” que engrandece la condición humana, y que sustancia la eticidad del poeta. Así dice:
Pero si estamos ahogados de sueño, si no sabemos siquiera lo que hemos perdido, sabemos al menos qué nos queda: nos quedan los dones. Con ellos nos echaron al polvo: ni la tragedia, que es mentira nuestra. Sino el poder de crearla; no las imágenes sino la mirada. Cuanto en el hombre es noble y justo es despojo de su inocencia perdida.”[3]
Por ello, para la recuperación de lo perdido, que es la creación del mundo por las imágenes (“Luego de la primera muerte, señores, las imágenes”), está la grandeza del hombre por ocupar su lugar de hacedor y demiurgo, pero no impostado en una grandeza falsa, sino “en medio de las bestias y los dioses”, como solo pudiera ser el hombre, solo así, “Señor del Mundo”. De tal modo es la poesía la propia encarnación, como un acto —sacrificial— de ofrecerse en renuncia y expiación, acto supremo de eticidad del creador. De este modo Eliseo expresa:
Un poema, decimos, no termina sino con su encarnación en palabras. ¿Y cuál es el sentido de la encarnación por excelencia, de la Encarnación del Cristo, si no es el de un sacrificio? En el mundo sombrío de la Caída, el acto poético es imperfecto sin un acto de expiación, sin el acto de suprema caridad o renunciamiento que es la encarnación?”[4]
Ya este acento de pérdida y rescate del mundo donde, hemos visto, se forja la condición humana por el entendimiento de una misión dada, en el caso del poeta, por la recreación en imágenes que son “carne de su propia sangre”, nos adentra al rango de la historia familiar, espacio que, para Eliseo, colma todos los resquicios de su creación y que devuelve a “la luz” por la memoria, móvil creacional que reconstruye un mundo por las “cosas” que quedan en él, como vistas a través de un espejo. Espejo por el que aguarda, no obstante, la “gran fiesta” de la evocación y la remembranza, modo en que el mundo aniquilado por el tiempo, “desvanecido” aparece por los objetos que rodearon su historia. Él mismo explica este proceso de creación a partir de la pérdida y por la memoria:
Mientras fui niño me bastó este espacio, y viví de sus riquezas con felicísima inconsciencia —ya que los niños están junto a los pocos escogidos a quienes se concede la plenitud de la poesía sin la exigencia de la letra. (…) Por qué había de querer escribir mientras estos tesoros fueron míos? Luego, ya lo sabemos, viene la expulsión inexorable. Y, miremos bien, fue sólo cuando todo se hizo nada más que un objeto de la memoria, nada más que un sueño, cuando quise mirar lo que había perdido; fue sólo entonces que necesité de la letra.[5]
Por las “cosas que permanecen” es que el mundo se salva de su aniquilamiento, sentido sensorial, tangible, evocación de lo que participa en la tierra y se hace no imagen sola de las cosas, sino ruedo de presencia. De este modo, repasa su historia y su derredor, los divertimentos y versiones, las columnas, los portales, la Calzada de Jesús del Monte, el paso de Agua Dulce, los hijos y el desconocido, “la tiniebla húmeda que era el vientre de mi campo al gran cráneo ahumado de alucinaciones que es la ciudad”, evocado bajo las formas esplendorosas o ruinosas, como esparcidas en el tiempo, que son el primer indicio de su identidad, al clamar al “Padre mío, Adán, (que) entre mi rostro vienes”. Evocación de un espacio perdido en la memoria para compartir la sustancia de sus recuerdos con todos, porque “si dejo de soñar/ quién nos abriga entonces, si la nada/ es también el dormir, pesadamente/ la caída sin voz entre la sombra/ Oh, la noche es distinta, la mirada/ la memoria del Padre, el Paraíso / realizado en la tierra, como un nombre!” (“El segundo discurso: aquí un momento”).
Lo vivencial y lo objetual como “filosofía del acto” (muy en consonancia con el pensamiento sufí que hace del propio existir, gravedad propia de la vida simple y sencilla, un modo de comportamiento en sociedad y de alcance de la más grande espiritualidad), no son meros elementos poéticos en la obra de Eliseo, sino “propio testimonio que convence”, porque solo compartiendo el sacrificio de la memoria hecha palabra, del desvelamiento de la sustancia de las cosas, es que tiene sentido la creación y la misión del hombre-poeta, porque “será preciso mostrar a los demás siquiera un reflejo que nos gane su asentimiento: sí, tú lo has visto, porque nos has hecho verlo a nosotros”.[6]
Tal estado de cosas que colma la imaginación poética de Eliseo Diego, se centra en una relación dinámica con la realidad. Con ese signo de pertenencia igualitaria al entorno natural —y así familiar, social, nacional— se presentan en Eliseo todas las figuras que prenuncian la vida y, entre ellos, juntos el hombre y los oficios, síntomas que son como proyección actuante en el mundo. A través de los oficios, de los objetos que hacen la vida del hombre, se acentúa la dignidad de la condición humana. De este modo expresa el poeta:
Estas son todas las herramientas de este mundo.
Las herramientas todas que el hombre hizo
Para afianzarse bien en este mundo.
(“Las herramientas todas del hombre”)
Cada objeto se pronuncia en su apoyo y vínculo con la vida, en la integración al gran todo como manifestación de lo natural, espacio humano, dentro de él, que adquiere su figuración como escenario factual para el hombre, única razón que apoya su más cierta dignidad, que no se empalma a una grandeza superflua, sino que habita allí, en la mayor sencillez, como la parábola del grano de maíz que Eliseo interpreta en la imprevista hazaña de saber que “el mayor de los dioses cabe en la palma de tu mano”, símbolos y alegorías con los que alcanza una metáfora de vida.
Es importante destacar que en esta vía cognoscitiva basada en el reconocimiento y aprehensión del mundo a partir de la revelación de sus detalles como formas en las que se proyecta y que en Eliseo se vuelve método de anagnórisis por ser un reconocimiento a partir de la memoria —total conjunción con la naturaleza, y que además tonifica con un sustrato platónico su pensamiento poético— carga tanto la conciencia individual como una conciencia cósmica, ya que la “imaginación” por la que ocurre el vuelo de la razón en su re-conocimiento, es un elemento integrante tanto de la mente humana como del cosmos, que es así una mente suprahumana. Pero la imaginación, tal y como expresara el filósofo David Hume, supera una simple memoria, y por eso no guarda el mismo orden ni la misma forma del fenómeno reflejado, sino que lo enriquece dentro de la “libertad” que es propia a su naturaleza. Y en este “vuelo” de la imaginación participan el hombre y los objetos que hacen su mundo. Esta pertenencia al cosmos del hombre como “un nombre más” a la vez que fuerza hegemónica dentro de él, capaz de tomarlo en todas sus partes y devolverlo enriquecido por los prodigios de su imaginación, es una paradoja que resuelve Eliseo en su poesía, porque frente a la inmensidad solo el débil sueño del “dios pequeño”, es capaz de llegar al fondo de la noche para en la euritmia, y en su silencio, encontrar a la vez que el tono justo, la fuerza que invoca. Tales presupuestos se avistan en su poesía:
Ya estás aquí por fin, señor del mundo,
En medio de las bestias y los dioses.
Como flechas los símbolos veloces
Van a clavársete en lo más profundo.
Para tu gloria, que arde en un segundo,
¡tantas llamas y cúmulos atroces!
Hay una desmesura en los adioses
Para tan frágil animal inmundo.
Y sin embargo tú eres la figura
Que ocupa el centro mismo del diseño
Y a quien todo se vuelve y todo acrece.
Fugaz, vertiginosa desventura,
Tú sola alumbras con tu débil sueño
La ciega inmensidad que permanece.
(“Los signos del Zodiaco. Uno”)
El glorioso instante de la poesía devuelve el mundo al punto de su surgimiento, a su unidad, y el acto de “nombrar las cosas” a partir de los destellos de ese mundo aprehendido en sus fragmentos, se va disipando cuando la “conciencia individual” se integra a la “conciencia cósmica” que es integrarse a Dios. Apegado a esta intención reverente de ser y estar en el mundo, el proceso de “nombrar las cosas” no persigue una nominación directa ni única sino una definición global e integral de sus esencias. De este modo se compensan la actitud dinámica y creadora del hombre ante su realidad y la manera gentil del poeta al asumirla, condiciones que presuponen una postura ética que dispone una participación en la vida como misión, asumida en su obra como integración plena a la naturaleza, para desde allí develar el significado profundo de las cosas. Esta conciliación que se descubre en el pensamiento griego antiguo a través de los estoicos, evoluciona hasta los inicios del cristianismo en la figura de San Agustín para diseñar una concepción providencialista de Dios y unidad de la razón humana con la divina, de tantas resonancias en el posterior pensamiento humano. Esta base teológica, que se replantea en la catolicidad de su pensamiento, impone un sello singular a su poética cuando emparienta el “vivir en armonía con Dios” con el acuerdo con la Naturaleza, tan cercano, en tal sentido, a la “religión natural” —que no panteísmo canónico— que observara Cintio Vitier en la religiosidad de José Martí. Este trasfondo religioso en su obra establece un principio de conducta y una disposición de valores como componentes de la nominación, eticidad que permite convencer en la medida de cada hombre, no en su imposición. El carácter estoico de la poética eliseana, por el que concilia la libertad de las pasiones con las ataduras terrenales del hombre como individuo, la engrandece y enriquece en una filiación cristiana que supera la contemplación pasiva en la asunción de una postura activa, no superior a su “condición humana” sino tendiente a ella por acometimiento y lealtad. Premisa existencial que es, tan solo, encarar el propio juego:
Al fin del juego se barajan las cartas, y el que iba tranquilo delante ¿adónde irá a parar? A dónde el rey a dónde el caballero y los demás a dónde. Aire y tierra y fuego y agua: fe y barajar” (“Al fin del juego”)
La religiosidad en Eliseo Diego, que marca con fuerza su obra en la vida, intelectual y existencial, no se extraña de la “condición humana”, apegada al humanismo cristiano que sentimos, de manera coral, en el quehacer origenista y en su manifiesto (manifestación) estético y poético. De este modo se explican sus palabras acerca del profundo enraizamiento de su fe y de su creer en Cristo:
No tengo la menor idea de cómo será el otro mundo, yo soy un hombre de creencias religiosas, soy católico. (..) Lo único que sabemos es lo que él (Cristo) dice, creo en él por una razón, porque no hay ser humano, no hay hombre que haya sido capaz, de decir algo tan arrogante. Y Jesús era toda humildad, pero decir: “Yo soy el camino, la verdad y la vida, y el que crea en mí no morirá jamás”, eso es de una arrogancia tal que no cabe en la imaginación del hombre, por eso creo en él…[7]
En A través de mi espejo, confiesa Eliseo Diego que es precisamente por sus creencias que “he echado mi suerte junto a aquellos que en mi país lo entregan todo al servicio del hambre y la sed de justicia…”[8] Pero esta convicción no se atiene solamente a su obra, con ser casi suficiente su intención de prestar sus ojos para que los demás vean, como él lo hiciera, el “oscuro esplendor” sin la quemadura de una zarza ardiendo, mostrado, al menos, el reflejo de su llama, misión de la poesía como testimonio que confirma que “tú lo has visto” porque “nos has hecho verlo a nosotros”, sino además en el enfrentamiento a las muy sutiles “tinieblas” con las que tropezó en medio de imprevistas encrucijadas, y que fueron, entre ellas, la propia de ceder el espacio más preciado de su Quinta de Arroyo Naranjo, el sitio que guardara la simiente de su poesía, “a sabiendas de que cediéndolo comenzaba a desgajarme de todo…”[9]
En el prólogo al libro Por los extraños pueblos, Eliseo Diego expone la convicción enorme de saberse parte de un lugar y un tiempo, como sustancia de su vida y su misión, al comprender el sentido de “nacer en un sitio y no en otro” para dar “testimonio”, y de ahí su evidencia “a los colores y sombras de mi patria; a las costumbres de sus familias; a la manera en que se dicen las cosas; y a las cosas mismas —oscuras a veces y a veces leves.”[10] Testimonio como misión y alcance de eticidad que marcan su condición humana, por lo que expresa: “Yo tengo una sola satisfacción, he hecho lo que he podido hacer lo mejor que he podido, sin ánimo de lucro ni de fama. He hecho lo que tenía necesidad de hacer”. [11] “Perfecta comunicación” a la que apelara —y el poeta nos recordara— San Francisco de Asís, y que fuera el estado de perfecta felicidad para el santo, cuyo carisma —y no por gratuidad enlazado a las palabras de Eliseo Diego— fuera el de la total fraternidad y entrega a la naturaleza, entorno inmediato del hombre como reflejo más cercano de Dios.
La postura solidaria que es “prestar atención a los demás”, difícil modo de saberse, sencilla y altruistamente, “un nombre más”, no solo encara a Eliseo Diego con los hombres que rodean su vida, sino más allá —y en concilio y paz con San Francisco de Asís— con la propia naturaleza que nos brinda su sitio para el “bien estar”. Porque el sitio “en que tan bien se está” lo hace el hombre en la armonía con su universo, el más remoto o el inmediato, el que arma la costumbre que es el tiempo dando lustre al lugar, por lo que dice:
Hay que buscar sin más una pequeña
Familiaridad que nos dé abrigo
Contra la fría soledad que es dueña
Del infinito espacio –el enemigo.
Una pequeña casa, una pequeña
Naturalidad, un “siempre” amigo
-el “siempre” del hogar en que se adueña
nuestro trémulo “soy” del “fue” enemigo.
(“El hombre y el universo”)
La correspondencia se torna aún más íntima y familiar, más “humana”, cuando concierta esa inmensidad que amenaza por desolada, en una compañía eterna y familiar. Así reacciona el poeta Eliseo Diego cuando por primera vez acierta a ver los rasgos verdaderos del planeta, en el cuadro narrado de su visaje, en la circunvalación de la Tierra, cuando “Desde la roca de la desolación / por fin ha visto el hombre a su madre”. (“Oda a la contemplación de la Tierra”). Posibilidad del hombre de ser, al fin, “señor del Mundo” que, sin embargo, paga caro en su soberbia. Costo del crecimiento desmedido de la tecnología cuando olvida la cuota de humildad de su dependencia con la naturaleza. De este modo dice el poeta: “Para qué ha servido toda esta tecnología? Ha servido para destruir, para crear crisis, como cuando se producen cantidades enormes de granos y por no bajar el precio lo tiran al mar, cuando hay millones de personas que mueren de hambre, no hay sentido de la humanidad…”.[12] Carrera de una tecnocracia que se superpone a la racionalidad y que crea una mística del mal, cercana, nuevamente, a la figuración de la maldad, que para la religiosidad intrínseca de Eliseo se convierte en la concertación de un pacto con el diablo: “Decía alguien —recuerda Eliseo— que el triunfo mayor del Demonio en el siglo XX era haber conseguido que nadie creyera en él, figúrate si nadie cree en él, tiene las puertas abiertas para hacer lo que le dé la gana, y yo creo que eso ha pasado”.[13]
Muchas de las “versiones” del mundo que asoman en la poesía de Eliseo Diego como un “muestrario de asombros” se basan, en gran medida, en el temor al encuentro con ese demonio que anda oculto en las formas cotidianas de la vida: en el envés del espejo, los retratos, la mancha en la pared. Tal su aviso: “no fiarse de las apariencias; una nariz puede muy bien ser un abismo; una mano puede muy bien ser una bestia…”.[14] Y en esa precaución ante lo aparencial y fatuo, está su alerta y su eticidad hecha lema: “la pura voz del hombre”. Nada más llano ni más simple que esa voz prestada para escuchar, visión de su poesía para entender “los secretos del mirar atento” y que introduce los dos grados de conocimiento de la unidad a la que aspira la gnosis —y así la gnosis poética— dados por la capacidad de “ver”, primero, como estado, a partir de la “remembranza” que es la aprehensión de la realidad como “recuerdo de Dios” y de las cosas en las que se brinda, y segundo, por la ofrenda sin mácula en una identidad que se aprehende sin conciencia del acto.
La conciencia unitiva que es “ver” más allá de las formas y los detalles del mundo, allí en el preciso momento y lugar del destello como “epifanía”, cobra especial relevancia en la capacidad de la mirada, visión esencial que se alcanza con los “ojos del alma”. De este modo “los secretos del mirar atento” son el significado más propio del poetizar. Por esta alta facultad de la mirada, se alcanza la visión contemplativa o interior, capaz de llegar a las realidades inteligibles ocultas en lo fenoménico que es el mundo, para dar paso a su esencialidad.[15]
Por esta visión del corazón, que es el amor entronizado en la más simple relación con los demás, con el entorno que le fija y le hace sellar su misión en la vida, es que se avista y salta su más alta condición humana, avistada en su poesía. O como diría la pensadora andaluza María Zambrano: “Poesía la de Diego, que resulta tan sólo de una simple acción: prestar el alma, la propia y única alma a las cosas para que en ella se mantengan en un claro orden.”[16]
Armonía del hombre, el tiempo y el espacio, salvados de la nada por la quietud. Condición que hace lo humano a través del paso certero, pausado, sin prisa ni estridencia, reverencial por la vida, que es “estar como no estando, / en la penumbra / de donde todo viene, adonde / todo se va, por fin, a ser silencio” (“Quietud”).