Desde hace unos 150 años en Estados Unidos dos partidos monopolizan el rejuego electoral y la alternancia en el gobierno. Como es bastante conocido son ellos el Partido Demócrata y el Partido Republicano, los que proveen limitadas alternativas políticas reales, en el marco de una calculada demagogia y de una interesada agitación de las pasiones y temores ciudadanos.
Ambos partidos son esencialmente un instrumento en manos de las élites adineradas, y de grupos organizados que representan intereses empresariales, que a pesar de sus contradicciones internas y de la pérdida de legitimidad de las principales instituciones del sistema, hasta el momento han mantenido pleno control de todos los hilos del poder.
El monopolio de dos partidos políticos que se turnan en el gobierno, ha sido una de las bases fundamentales de la estabilidad política nacional. Ambas entidades son elementos esenciales para la repartición de cuotas de poder entre los sectores dominantes, y marco para la solución negociada o el reacomodo de los conflictos y contradicciones de intereses entre dichos grupos.
En Estados Unidos, la noción misma de partido es bastante peculiar y distinta a la que prima en nuestros países. Los dos partidos del sistema estructuran en torno a ellos coaliciones bastante cambiantes y deshilvanadas, heterogéneas y multi-clasistas. Los vínculos de los ciudadanos con uno u otro partido son informales; no hay que cumplir obligaciones para admisión, ni criterios precisos para ello.
En su seno cuentan con maquinarias electorales regionales, compuestas por pequeños grupos de abogados, consultores mediáticos y recaudadores de fondos nucleados en torno a los congresistas, alcaldes y otros políticos de una u otra región, pero de conjunto constituyen una entidad bien conectada con quienes detentan el poder económico-financiero.
Al no contar con una membresía organizada o deliberante en las bases, las estructuras de tales partidos son débiles y descentralizadas, lo que es una fuente de su falta de cohesión, pero también, por ello, resultan más susceptibles tener órganos nacionales, funcionarios y equipos de abogados corporativos controlados por las élites y que responden a tales intereses.
Las maquinarias partidistas, sobre todo a nivel nacional, maniobran y violentan las reglas de juego cuando les resulta conveniente. Notorio fue el caso de la suerte de zancadillas y coyundas que aplicó la maquinaria demócrata para restarle delegados e impedir al candidato Bernie Sanders avanzar hacia la nominación en 2016.
Todo indica que actualmente las altas esferas demócratas están controladas por un acomodo entre operativos seguidores y acólitos de los expresidentes Barack Obama y William Clinton
Aunque ha perdido credibilidad ante las mayorías ciudadanas, el predominio electoral demócrata y republicano sigue imperando sobre la base del control que tienen para el acceso a las candidaturas y al 99% de los cargos electos. También gracias a los privilegios que le otorgan las reglas del sistema político, así como el respaldo financiero de los grupos oligárquicos y de las grandes cadenas de medios difusión controlados por estos.
Lo cierto es que aún mantienen un impacto sustancial directo sobre las políticas de gobierno y en la manipulación de la agenda que mueve a la opinión pública.
Por otro lado, las opciones por fuera del duopolio son aplastadas. Son las banderas partidistas establecidas las que sirven de plataforma a muchos candidatos para poder tener la posibilidad de ser electos o de obtener la nominación en uno u otro partido, sea en el marco local o nacional. Al propio tiempo, esos políticos generalmente cuentan con bastante autonomía para hacerse con los respaldos pertinentes, los financiamientos y articular sus mensajes, generalmente más efectistas que programáticos.
De modo que buena parte de los congresistas de uno y otro partido mantienen el cargo no debido a la bendición y el apoyo de los líderes nacionales del partido, sino debido a la labor que ellos y los que lo apoyan han realizado en los distritos que representan, pero donde las conexiones con los grupos de poder regionales y con donantes acaudalados resultan claves.
Por otra parte, se reconoce que el Partido Republicano tiene infraestructuras más consolidadas que los demócratas, especialmente a niveles locales y de los estados. En las elecciones presidenciales, según expertos, los éxitos republicanos reflejan más la desunión de los demócratas que la vitalidad de aquellos. Asimismo, aunque la dinámica demográfica del país parece otorgarle una ventaja numérica a los demócratas, su base entre los sectores de menos ingresos o marginales tiende en mayor medida a la abstención electoral.
¿Dos caras de una misma moneda?
El profesor del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), Walter Dean Burnham, señalaba hace unos años que “el Partido Republicano es genuinamente un partido de la derecha… [pero que] no tiene contraparte de izquierda en el mercado electoral estadounidense”. Los demócratas “ni remotamente han sido nunca un partido de izquierda… Son una mezcolanza de segmentos e intereses extremadamente diversos, que van desde algunos importantes sectores del gran capital hasta los trabajadores industriales y los negros de los ghettos”.
Es evidente que ambos partidos se desplazaron a la derecha durante el periodo de mayor virulencia neoliberal. Los demócratas tuvieron muchas oportunidades para movilizar sus bases contra el reaganismo y el neoliberalismo; oportunidades que fueron deliberadamente relegadas.
El Partido Demócrata en la actualidad poco tiene que ver con sus políticas durante el New Deal de los años 1930s. Con la declinación de los sindicatos, se ha incrementado la relación de dependencia demócrata respecto al sector empresarial y la retribución al mismo de favores políticos. En la esfera que más cuenta -el financiamiento de sus campañas electorales- el peso del sector financiero es enorme, y en consecuencia en el núcleo dominante del partido priman los partidarios de la desregulación de la banca, y pragmáticos conservadores que apoyan el gasto militar y una política exterior agresiva.
En las últimas décadas el Partido Demócrata ha cultivado y ha manipulado muchas de las bases de trabajadores y de las minorías, y trata de mantener en alguna medida la falsa imagen de ser quienes favorecen empleos y más beneficios al ciudadano común, pero sus políticas fundamentales y su estrategia son igualmente definidas por los intereses y fundamentos económicos de las clases adineradas.
Hoy día está bastante extendida en el país y entre sus propias bases la noción de que las dirigencias del Partido Demócrata responden a los intereses de Wall Street.
Asimismo se hace evidente que les falta sintonía con el sentir de buena parte de su base de apoyo. Es clara la existencia de una división interna entre los sectores neoliberales y políticos tradicionales que controlan las estructuras nacionales respecto a una creciente ala progresista a tono con las demandas populares. Ello se refleja con fuerza en la actual campaña para la obtención de la nominación demócrata.
Por su parte los republicanos son un partido antisindical, opuesto al control de armas, al alza de los salarios y al derecho de las mujeres; que es indiferente al endeudamiento creciente del estudiantado, que se opone a aplicar regulaciones e impuestos a las corporaciones y los bancos. Un partido que niega la realidad misma del cambio climático, pero que se afianza y explota los miedos, los prejuicios y resentimientos de amplios sectores, incluso humildes y desesperados.
En el país no hay partido alguno, con influencia y presencia significativa, que represente los intereses de las minorías, a las clases trabajadoras o a las fuerzas opuestas al gran capital.
Tanto demócratas como republicanos están comprometidos con la preservación de la economía corporativa privada, con los enormes presupuestos militares, con el uso de subsidios, gastos deficitarios, concesiones y descuentos impositivos para estimular las ganancias empresariales; están comprometidos a canalizar los recursos públicos a través de canales privados, incluyendo el desarrollo de nuevos sectores de negocios a expensas de los recursos públicos; están comprometidos a emplear la represión contra los opositores al sistema y a la defensa del sistema corporativo multinacional.
Ambos partidos propugnan el belicismo y al respecto difieren principalmente en la argumentación que utilizan para justificar el intervencionismo. La política exterior del país y su carácter imperialista, además de aplastar la soberanía de otros países, ha terminado por tener un efecto doméstico contrario a la democracia.
Apatía ciudadana y desgaste de un envilecido sistema de partidos
Como hemos mencionado hay una extendida apatía ciudadana, y a su vez existe una fuerte y extendida tendencia en EEUU hacia la independencia política respecto a los dos partidos establecidos cuya credibilidad y hegemonía se ha debilitado de manera notable.
Amplias capas de la población no se ven realmente representadas por esos partidos, que son parte de un sistema corrupto diseñado para limitar las opciones a aquellas aceptables para las élites corporativas.
Está muy extendido el rechazo hacia las élites y en particular hacia los políticos que se eternizan en Washington. En consecuencia, en comicios electorales realizados sobre todo en los últimos cincuenta años, los votantes han mostrado una marcada tendencia a favorecer las caras nuevas.
Las maquinarias de ambos partidos establecidos han venido logrando el frágil respaldo electoral de un número significativo de norteamericanos, en parte y en muchos casos (y en particular por los republicanos), debido a los profundos tabúes de la historia del país, a la manipulaciones de sus miedos y fracturas sociales, incluyendo en primer lugar del profundo y extendido racismo.
La caída en la asistencia a las urnas durante los últimos 50 años se hace más de notar pues en ese periodo y hasta la actualidad ha habido un notable aumento de los medios de difusión y del dinero empleado en propaganda y para la movilización del electorado.
Una parte considerable de quienes se abstienen de concurrir lo hacen por apatía y falta de confianza en el gobierno, por rechazo al sistema de partidos y por no creer que en ese contexto su voto hará alguna diferencia en sus vidas. Se calcula que para alrededor del 15% es una forma de protesta.
En las elecciones presidenciales, que son las más concurridas, se abstiene de votar aproximadamente casi la mitad de los electores y, como ya señalábamos, una buena parte de los que concurren a las urnas lo hacen por ciertos temores que los llevan a votar por “el menos malo” entre dos candidatos que, por lo general, poco les resultan de su agrado. Solo algo menos del 20% de los jóvenes ejerce su derecho al voto.
Es realmente una situación desoladora, aunque hasta el momento ese duopolio partidista les sirve, les otorga capacidad de veto a las minorías enriquecidas, constriñe el discurso público y contribuye a legitimar los privilegios de clase. Y decimos hasta el momento, pues desde hace años hay claros signos del marcado desgaste de ese depravado y envilecido sistema de partidos.
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