La ciudad que heredamos, del multilaureado escritor, poeta, dramaturgo y ensayista, Antón Arrufat (1935-2023), Premio Nacional de Literatura 2000, es el título del libro, publicado por Ediciones Cubanas, y dirigido a quienes amamos —con todas las fuerzas de nuestro ser espiritual— a la sempiterna Ciudad Maravilla.
Clasificar esa joya de la literatura cubana contemporánea deviene una verdadera odisea, ya que se balancea —como las olas de un mar apacible— entre la crónica periodística, el ensayo literario, la novela y la historia, desde las más disímiles ópticas, incluidas algunas pinceladas autobiográficas que el autor deja estampadas en esas páginas, cual líneas pictóricas salidas de la fértil imaginación de un pintor impresionista.
La ciudad que heredamos constituye —sin duda— un sentido homenaje a la carpenteriana Ciudad de las Columnas, que él recorre desde los lejanos años de adolescencia y primera juventud, y camina —con placer inefable— las locaciones más antiguas, donde residieran hombres de la talla excepcional de Julián del Casal, Manuel Sanguily, Ramón Meza, y Virgilio Piñera, entre otros no menos relevantes.
En ese texto, un abuelo y su nieto salen a caminar por el Centro Histórico de la Ciudad para llegar, luego, a la Rampa, un lugar que —lamentablemente— ha perdido el encanto y la fascinación que lo caracterizaran en épocas pretéritas. No obstante, en ese paseo emprendido por dos generaciones de habaneros, la voz del autor está ausente en algunos lapsos, ya que trae a colación fragmentos escritos por capitalinos, quienes —durante los siglos XIX y XX— la vivenciaron y la sintieron en lo más hondo de su mundo interior, y aún desde mucho antes.
No sé por qué, Anton Arrufat ultima al abuelo cuando la narración se encontraba bastante adelantada, y el nieto es el encargado de continuar relatando aquello que —desde la vertiente afectivo-emocional— impacta a un joven de su edad, pero lo hace de acuerdo con la visión objetivo-subjetiva que él sustenta acerca de la capital de todos los cubanos, aunque el objetivo —muy bien delimitado por cierto— es insuflarle «vida» a una ciudad que cautiva y embruja a insulares —no nacidos en la urbe capitalina— y extranjeros que la visitan, y quedan prendados de la belleza arquitectónica, natural y humana que la identifica, «a pesar de todos los pesares».
En las descripciones que aparecen en ese «híbrido» periodístico-literario e histórico, podemos encontrar —y hasta palpar visualmente— columnas carcomidas, aceras rotas por el tiempo y la indolencia, escuchar el sonido lejano de una agrupación charanguera que interpreta un danzón, Patrimonio Cultural de la Nación, con un ritmo muy contemporáneo, así como carcajadas a altas horas de la noche, en cualquier calle o esquina del barrio, entre otras peculiaridades citadinas que trascienden el estrecho contexto de una reseña periodística.
Todo eso, y mucho más, narrado desde diferentes puntos de vista: el ayer (colonial y republicano), el hoy (revolucionario), y el mañana, que no podemos imaginar cómo será, se dan cita obligada en La ciudad que heredamos.
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