Un día puede verla de bata blanca y al otro ataviada con ropa deportiva. En una clínica de La Habana Vieja o en la Escuela Nacional de Voleibol, donde dedica horas a los entrenamientos en busca de un sueño: clasificarse a los Juegos Olímpicos de Tokio.
A Leila Martínez Ortega siempre le gustó el deporte y no temía a la batalla por superarse. Sin embargo, nunca imaginó que la vida le exigiría un doble rendimiento cuando de modo casi simultáneo ingresó al equipo nacional y a la carrera de odontología.
«Todo comenzó en el preuniversitario. Como no llegaba la carrera de cultura física me decidí por la de derecho. Las otras opciones las pedí por orden alfabético, de ahí la historia de la estomatología. Nunca imaginé estudiarla, pero me alegro», dice.
«Me gustó la facultad, aprendí cosas nuevas y los profesores me apoyaron. Estaba desfasada y con un horario especial: asistía a distintos turnos para cumplir dos sesiones de voleibol y clases, trasladándome en transporte público. Terminaba agotadísima.
»Los dos primeros cursos fueron una prueba de fuego: muchas asignaturas, dormía apenas un rato y estudiaba por la madrugada. Los fines de semana hacía trabajo individual porque perdía varias sesiones de entrenamiento», afirma.
¿Qué demandaron los estudios siendo atleta de alto rendimiento?
Un tremendo sacrificio y muchas personas involucradas. Un grupo de factores hizo posible mi graduación. No pude lograrlo en 2017 debido a un atraso por los Juegos Panamericanos de Toronto 2015. Entonces sucedió en octubre de 2018, tras los Centrocaribes de Barranquilla, donde alcancé oro junto a Maylén Delis.
El esfuerzo fue mayúsculo. Por eso agradezco al claustro y a las compañeras de la Facultad y el equipo nacional. Me apoyaron mucho. Recuerdo que al regresar de cada competencia me recibían con tremendo cariño.
Al graduarme tenía la meta de los Panamericanos de Lima 2019, en los cuales no pudimos conquistar podio, pues perdimos el bronce frente a la pareja de Brasil. Ahora tenemos otro reto, la clasificación olímpica que ya disfrutamos en Río de Janeiro 2016.
¿Qué puede contar de su experiencia laboral?
A principios de 2020 empecé el servicio social en una clínica de La Habana Vieja, donde vivo desde que nací hace 26 años. Aún no empiezo la especialidad porque requiere mucho tiempo de sillón. Hacerlo en este momento afectaría al deporte y mis objetivos están en Tokio 2020 y en acceder al circuito mundial. Eso exige horas en la cancha.
No obstante, cumplo mis guardias y atiendo pacientes. Los miércoles estoy siempre en el sillón, pues las demás jugadoras tienen superación. Los entrenadores también me facilitan los sábados u otro día en la tarde si es necesario.
¿Algún aficionado la ha identificado vistiendo bata blanca?
Muchos, y hasta me dicen: doctora, usted parece deportista… Los compañeros de la clínica les aclaran que soy de voleibol de playa. Una vez un paciente me preguntó: ¿Tú eres Leila o Maylén? Y se puso contento, hasta pidió tomarse una foto. Eso es bonito.
¿No se arrepiente de haber escogido estomatología por azar?
No. Doy gracias a su seducción. Ha sido un mundo nuevo, una puerta hacia personas maravillosas. Hice una grata estancia en la Facultad y estoy satisfecha por elegir esta linda carrera. Cuando me empezaron a decir doctora en la Escuela de Voleibol me sentía extraña. Ahora soy feliz porque logré el título con mucho sacrificio.
De la pandemia guarda recuerdos muy particulares…
En marzo nos tuvimos que ir a casa. Rápidamente me puse a disposición de la clínica que pertenece al policlínico Antonio Guiteras. Así estuve desde el primero de abril hasta octubre, cuando pudimos volver a los entrenamientos.
Todos los días asistí a mi punto y atendí a la población. Me tocó pesquisar en lugares complicados, con focos y cerrados por identificarse sospechosos a la COVID-19. A pesar del peligro resultó bonito ayudar. Me arriesgué, pero cumpliendo todas las orientaciones. Me sentía comprometida con mi centro laboral.
¿Tenía tiempo para prepararse?
Cuando llegaba a casa desinfectaba todo y descansaba un rato. Preparé algunas condiciones atípicas. Por ejemplo: llenaba maletines hasta un peso cómodo para hacer cuclillas, lo mismo hice con otros bolsos más pequeños para los ejercicios de brazos. Cuando sentía que los dominaba seguía llenándolos. La cuestión era no perder la forma. Se atrasó la preparación, pero hicimos algo por la meta olímpica.
¿Qué opina de la “burbuja” ideada este año?
Me parece bien, la situación de la pandemia sigue complicada. La Habana es una ciudad muy poblada y las personas interactúan constantemente. De este modo evitamos los riesgos del transporte público y otros. Lo mejor ha sido concentrarnos: contamos con la tríada médica y una alimentación priorizada. Tampoco nos aburrimos, pues disfrutamos de distintos tipos de juegos.
Esto sirve para prepararnos y pulir detalles. Tenemos el terreno en la misma escuela. Hacemos trabajo individual cuando algo no sale bien y logramos mayor compenetración entre las parejas. Ayuda incluso a la unidad entre nosotras.
¿Qué ha representado Gladys Ortega en su vida?
Mi madre es una heroína. Vivo con ella y mi primo Lester. Me ha apoyado siempre, desde niña. Cuando promoví al equipo nacional juvenil me trasladé a Ciego de Ávila, pero hablábamos a diario, cada semana me mandaba cosas e iba a verme.
Siempre asiste a las competencias y fue un apoyo incondicional para estudiar. A veces llegaba llorando, atormentada de tanto rigor, y me ofrecía ánimo y ayuda. Así mismo hace con mis compañeras. Le cuento además que lleva mis estadísticas e indica como un entrenador más.
¿Cómo llegó al voleibol de playa?
Estuve en gimnasia rítmica a los cinco años, pero a los 10 la profesora Felicia Pedroso me captó para el voleibol en la escuela primaria. Cursaba el octavo grado cuando me interesó la modalidad de playa, asistí a un torneo municipal y me enamoré para siempre. Por los resultados deportivos me seleccionaron para el equipo juvenil de Cuba, que integré durante dos años.
Y entonces promueve a la selección de mayores…
Llegué a la Escuela Nacional de Voleibol en 2011 y al año siguiente debuté en el Circuito Norceca, en la fase de Varadero. Faltaba una atleta y Lianma Flores me fue a buscar a la casa. Estaba con fiebre, pero acepté. Los entrenadores Eduardo Palomo y Osvaldo Abreu siempre apostaron por mí, aunque nunca había competido. Me decían que no me preocupara e hiciera lo entrenado. ¡Conquistamos las preseas de plata!
Después nos preparó durante ocho años Mayra Ferrer. Tuvimos buenos resultados como el oro en los Juegos Centrocaribes de Veracruz 2014; el subcampeonato de Toronto 2015, el noveno escaño mundial y varios podios en el Circuito Norceca.
Cuando ella salió del equipo nos comenzó a atender Abreu, un técnico con mucha experiencia. Y también está Alain, un joven visionario, inteligente, optimista y con ideas frescas.
¿Miran juntos más allá de Tokio?
Nos estamos preparando para cosas grandes. Se trata de un proyecto fuerte, con formas de entrenamiento para llegar al más alto nivel: insertar dos parejas en el circuito mundial y clasificar por esa vía a los Juegos Olímpicos de París 2024.
Al mismo tiempo deseamos desarrollar una tercera dupla a nivel de Norceca, como sucedió cuando Tamara Larrea y Dalixia Fernández escribieron bonitas páginas en eventos de alto rango.
Nuestro grupo está unido y con deseos de hacer. Estamos muy a gusto y agradecidas de los entrenadores. Nos queda responder con mucha entrega y seriedad para lograr los objetivos.
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