En 1930 Federico García Lorca llegaba a la capital cubana procedente de Nueva York y quedaba deslumbrado por sus colores: “¿Pero qué es esto? ¿Otra vez España? ¿Otra vez la Andalucía mundial?”.
“Es el amarillo de Cádiz con un grado más, el rosa de Sevilla tirando a carmín y el verde de Granada con una leve fosforescencia de pez. La Habana surge entre cañaverales y ruidos de maracas…”.
A lo largo de los siglos, muchos otros viajeros pasaron por la ciudad y dejaron testimonio del apabullante espectáculo de naranjas, grises, rosas, azules, bermellones, castaños, rojos pastel, amarillos, beis, blancos sucios, verdes, ocres, cada uno de ellos con sus infinitos matices estampados en fachadas, zócalos, destaques, cenefas que decoraron los interiores de los palacios y también en la carpintería de madera y en los vitrales de los medios puntos usados para tamizar el fuego del sol.
Federico García Lorca no iba desencaminado en su examen, aseguran los investigadores y expertos: en La Habana fueron empleados los mismos pigmentos que en España se utilizaban para pintar las casas y los edificios, desde donde vinieron.
Sin embargo, fue en el trópico, donde la luz todo lo condiciona y a la vez que agrede, resalta los colores, que estos adquirieron la personalidad y los tonos que subyugan y le dan a la ciudad carácter.
La poesía increible de este inventario había llegado a la literatura y también a algunos estudios sobre la arquitectura colonial, pero nunca hasta hoy se había plasmado en una paleta completa de colores, extraída de una minuciosa investigación sobre los inmuebles más representativos de La Habana Vieja.
El catálogo, obra de la Oficina del Historiador de la Ciudad, que dirige Eusebio Leal, y la empresa española Isaval, principal suministradora de pintura del centro histórico, acaba de presentarse como parte de los homenajes a La Habana por sus 500 años y su resultado impresiona: estamos ante los 164 colores más empleados durante cuatros siglos en los edificios y casas que abrazan las cinco grandes plazas de la ciudad intramuros —la de Armas, la Catedral, San Francisco, la plaza Vieja y la del Cristo—, una verdadera milla de oro en la que se encuentran las construcciones coloniales más emblemáticas de la villa que los españoles consideraron la Llave de las Indias.
Para llegar a esta paleta se realizó un cuidadoso estudio estratigráfico —que en ocasiones supuso raspar en cenefas y paredes más de 20 capas de pintura— que mostró una gama de colores de una riqueza sorprendente, que va desde el azul Habana al rosa colonial, pasando por el verde mar y el negro humo.
Esta escalera ingobernable fue puliendose estadísticamente hasta llegar a los 164 tonos más empleados en los diferentes siglos, cada uno identificado con una referencia, la dirección del inmueble donde se halló y si se encontró en fachadas, carpintería o zócalos. Como primera conclusión destaca el cuidado extremo que se tuvo desde el inicio con el empleo del blanco, para evitar el reflejo del ardiente sol cubano, de ahí la tendencia a los colores vivos.
En la carpintería del siglo XVIII se hicieron frecuentes los tonos verde mar, azul colonial y castaño oscuro, sobre todo en las rejas, mientras que en las puertas predominó el color rojo, bermellón y plomo. Para la herrería que fue sustituyendo a la madera en el XIX se destinó el color negro, añadiéndole verde para reducir el brillo.
En las fachadas de los edificios de finales del XVIII hasta nuestros días predominaron el ocre, rojo, azul y el verde, utilizándose además el beis, café, gris y amarillo, pero en menor proporción.
A finales del siglo XIX y principios del XX se hizo común el uso de colores crema y pastel, el blanco sucio, beis y ocre en general, sobre todo aquellas tonalidades que imitaban la piedra y los betunes que se le aplicaban.
Todo un banquete para los sentidos que dejó loco a Federico cuando llegó del cemento de Nueva York.
(Tomado de la página web TeleSantander)
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