Todavía recuerdo mi frustración en diciembre de 1976, cuando una vez graduado de la Escuela de Letras y Arte de la Universidad de La Habana, específicamente en la especialidad de Historia del Arte, me designaron para hacer el Servicio Social nada menos que en Radio Progreso.
Ilusionado por llegar a radicar en instituciones de gran prestigio cultural como el ICAIC o en algún Museo de la capital, formar parte de la plantilla de dicha emisora, no estaba entre mis presupuestos inmediatos de desarrollo personal.
Sin embargo, a la semana de nuestro asentamiento en la popular estación de radio, comprendí que me encontraba en un terreno sumamente fértil para aplicar las herramientas teóricas adquiridas en la casa de altos estudios. Aunque durante un breve periodo de tiempo trabajé en funciones relacionadas con los espacios dramatizados, al final terminé donde se define mi proyección profesional: en la redacción de musicales de Radio Progreso.
Y aunque es cierto que tuve el privilegio de coincidir con un grupo de jóvenes decididos a dar lo mejor de sí para renovar el espectro musical de la emisora en aquel entonces, tan importante como crecer profesionalmente con semejante entrega, fue comprender lo que un significativo medio de comunicación como la radio, nos entregaba.
Quizás lo más impresionante para este joven graduado universitario, fue constatar el amor por el desempeño de las funciones asignadas a cada cual en Radio Progreso. Desde el portero de la emisora hasta el operador de cabina o desde el director de novelas hasta el editor de programas musicales, todos funcionaban al unísono, acoplados por un emotivo sentido de pertenencia, el mismo que paulatinamente iba conformando el sentido de mi vida.
Pero si levantarse cada mañana para partir al trabajo, llegó a convertirse en una auténtica sensación de plenitud, todavía me faltaba comprender la magnitud del impacto de nuestra labor en los oyentes. Verdaderamente, es muy difícil tratar de explicar la callada euforia que nos colma el hecho de aportar la mayor satisfacción a quien nos escucha ya sea en novelas que en los programas humorísticos, en los noticieros o en los programas musicales.
Nada más que de acceder al invaluable patrimonio musical de los archivos de la radio cubana para bridárselo a la audiencia, nos sentimos propiciadores de un privilegiado bienestar espiritual que resulta infinito. Después que uno trabaja en una emisora radial y nos dedicamos desde la mayor creatividad a promover esta relación con el oyente, nunca se volverá ser el mismo de antes. Es un orgullo mayor por haber entregado esencias de nuestra propia existencia al bienestar de quienes nos escuchan. Y eso es un sentimiento que no tiene precio.
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