Al describir los acontecimientos de la Revolución de Octubre, John Reed, en el prólogo de su extraordinaria obra Diez días que estremecieron al mundo, hace un recuento de las fuerzas que pugnaban por el poder, en medio de una Revolución que aún no lograba definir el color de su destino.
Por un lado, lo que denomina las clases poseedoras que aspiraban a quitar al Zar y sustituirlo por un poder burgués, al estilo de las democracias occidentales de Estados Unidos y de Francia; por el otro, los bolcheviques, que reclamaban centrar a la Revolución en la lucha de clases y la necesidad de que todo el poder fuera a los soviets.
Entre estas dos fuerzas que califica de extremas, John sitúa a los socialistas «moderados», las comillas son de él, no mías. Los moderados creían que Rusia no estaba lista para una Revolución que llevara a las masas populares al poder, es decir, una Revolución social: «Consecuentemente, insistían en la colaboración de las clases poderosas en el gobierno. De ahí a apoyarlas había solo un paso. Los socialistas «moderados necesitaban de la burguesía». De esa moderación emergió la traición o, en palabras de Reed, cuando los bolcheviques desbarataron todo el pretendido compromiso entre las clases, esos moderados «se vieron luchando del lado de las clases poseedoras… Actualmente, en casi todos los países del mundo se puede observar el mismo fenómeno».
Para cerrar su juicio de lo que acontecía, el periodista norteamericano no vacila en situar su militancia en uno de los extremos: «Contrariamente a ser una fuerza destructiva, en mi opinión los bolcheviques eran el único partido de Rusia con un programa constructivo (…). Si no hubieran llegado al gobierno cuando lo hicieron, no tengo la menor duda de que los ejércitos de la Alemania imperial habrían estado en Petrogrado y Moscú en diciembre, y que Rusia hubiera estado nuevamente dominada por un Zar». Los comunistas bolcheviques eran la única trinchera real contra el poder imperial que los amenazaba.
Al frente de la fuerza extremista «el gran Lenin», como lo llamó John Reed, quien lo describió «de pequeña y fornida figura, cabeza grande, calva, y protuberante, clavada en los hombros; ojos pequeños, nariz roma, boca ancha y generosa, y macizo mentón. (…) De apariencia poco relevante para ser el ídolo de multitudes que era amado y respetado, como quizá pocos líderes de la historia. Un extraño líder popular, que lo era solo por la virtud de su intelecto (…) con el poder de explicar profundas ideas en términos sencillos, el poder de analizar concretamente las situaciones. Y, combinada con la sagacidad, la mayor audacia intelectual».
A Lenin, a 97 años de su muerte, lo recordamos aquí como recordamos a Fidel, nuestro Lenin, el Lenin de los pueblos del Tercer Mundo. Lo recordamos aquí en esta Isla, donde los bolcheviques de ahora, defensores del extremo redentor de los desposeídos, nos mantenemos empeñados en ser trinchera contra el imperio, convencidos de que estos 62 años de estremecer al mundo son la víspera de tomar al cielo por asalto.
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