Voces de 1912, del primerísimo actor Jorge Enrique Caballero, es el título del unipersonal llevado por el carismático artista a las tablas de la capitalina sala «El Sótano», para deleite de los amantes del buen teatro insular, así como de episodios «silenciados» de la historia republicana de Cuba: la atroz matanza de los miembros del «Partido Independiente de Color», efectuada por integrantes del Ejército Nacional y de bandas paramilitares, ávidos de sangre y motivados —fundamentalmente— por el «odio visceral al otro o no yo de piel oscura» prevaleciente en aquella época socio-histórica.
En ese contexto dramatúrgico, el talentoso actor se hizo acompañar por los músicos José del Pilar, Jesús Angá, Gigi Garciarena y Llilena Díaz, quien creó y recreó tonadas de la música afrocubana, así como por el cineasta Jonal Cosculluela.
A propósito de ese monólogo sui generis, me agradaría reflexionar acerca de un género dramático, que —en opinión de los expertos— deviene uno de los más difíciles de llevar al proscenio con éxito de público y de crítica, ya que —según Francisco Garzón Céspedes— «es el supremo acto de magia del teatro. Debe ser representado con absoluta precisión [y exactitud], debe conjurar al [auditorio] a una ceremonia, donde cada segundo cuenta de modo definitorio para alcanzar un resultado [estético-artístico] pleno de comunicación y entrega [en cuerpo, mente y alma al arte de las tablas]; a una ceremonia de la razón y el sentimiento; a una ceremonia que apela al análisis y a la comunión, pero que es —ante todo— una ceremonia mágica por excepcional [y además], por su habilidad para sorprendernos y deslumbrarnos, [ya] que ejerce una suerte de hipnosis alternativa, y —a la vez— [facilita] la lucidez del juicio crítico».
De acuerdo con esa línea de pensamiento, Marivel Hernández Suárez destaca el hecho de que «a través de la obra se puede apreciar cómo el monólogo —[en el contexto] de las modalidades teatrales— privilegia la palabra, y con ella, la interacción [comunicacional] entre emisor [actor] y receptor [espectador], a partir de las ideas y las voces que el dramaturgo le otorga al personaje [protagónico, que es fruto] de su [cosecha intelectual y espiritual]; personaje que —mediante la comunicación oral— [le] transmite a ese interlocutor masivo y heterogéneo [el público] sentimientos, emociones, pensamientos, frustraciones y mensajes de contenido ideológico [para] que [el] receptor realice —desde la subjetividad y los referentes contextuales y emocionales [que posee]— una interpretación del mensaje [ético-humanista] que [por vía subliminal] emana del texto y sus [disímiles] discursos».
Al decir del periodista Teodoro Herrera Acosta, más allá de un texto de investigación y de autor Voces 1912, constituye una puesta escena limpia, hermosa, orgánica desde principio a fin. Ratifica la capacidad de desdoblamiento para un actor como Caballero en todas sus dimensiones. Riguroso trabajo de actuación donde ningún detalle queda sin demostrar por qué y donde cada parlamento hace tributo a la identidad de la nación caribeña, y va más allá, la reivindicación con la religiosidad, y con la Patrona de Cuba, la Virgen María de la Caridad del Cobre, y convence además en ese sentir de los nacidos en Cuba, que somos hoy una gran parte de los ancestros, de su sapiencia de su leyenda. Lo auténtico conforma lo universal para convencer que Cuba necesita de todos, y en la unión y reclamo de sus habitantes existe un futuro.
Como cronista y amante apasionado del teatro caribeño y universal no me asiste la más mínima duda de que Jorge Enrique Caballero cumplió —con indiscutible excelencia artístico-profesional— todos y cada uno de los indicadores teórico-conceptuales y metodológicos esbozados por Garzón Céspedes y Hernández Suárez, ya que, en el escenario, Caballero —con un lenguaje claro y directo, o sea, desprovisto de «barroquismos lingüísticos» o «eufemismos semánticos»— habla por boca de personajes reales que, en mayor o menor medida, estuvieron involucrados en tales hechos sangrientos: Evaristo Estenoz, Martín Morúa Delgado y don Juan Gualberto Gómez, el «hermano mulato» de José Martí; simbólicos protagonistas de un ritual que implica hechos, situaciones, subjetividades, conflictos y percepciones; ritual que —con apoyo en el aliento vital de los orishas del panteón yorubá— registra la forma en que el pensamiento tradicional africano se refiere al dúo vida- muerte (Tanatos en el vocabulario psicoanalítico ortodoxo), así como a otros temas de índole filosófico-antropogénica.
Por otra parte, ese unipersonal tiene como objetivo priorizado esclarecer hechos históricos que han permanecido «ocultos» al conocimiento de la población cubana durante décadas, y al mismo tiempo, contribuir a la eliminación gradual y paulatina de prejuicios y creencias erróneas, «hijos pródigos» de la todavía vigente programación sociocultural que privilegia algún tipo de discriminación por el color de la piel, entre otras muchas aberraciones mentales acerca de las relaciones interpersonales y sociales entre seres humanos, sin tener en cuenta el aforismo martiano: «todo lo que excluye, aparta o acorrala a los hombres es un crimen contra la humanidad».
Voces de 1912 ayuda al espectador a valorar —desde una óptica objetivo-subjetiva por excelencia— esos resabios y resentimientos heredados desde la época colonial, y que dicha obra trata de desmontar para que seamos libres mental y espiritualmente, y en consecuencia, no estar atado a ningún prejuicio racial que pueda perturbar u opacar el inmenso placer que conlleva una vida sustentada en el aforismo bioético: «Sí a la diversidad; No a la exclusión».
Entre otras cualidades que configuran la personalidad artística de Jorge Enrique Caballero, habría que señalar la integralidadque lo caracteriza en escena, ya que no solo actúa, sino también baila al compás de la música afrocubana, interpretada por los integrantes de la agrupación que lo acompaña, y alterna entre lo dramático y lo humorístico.
Una vez finalizada su magistral presentación, el «respetable» lo ovaciona con fervor y agradecimiento por ese ejercicio ético de buen arte teatral; contexto dramatúrgico donde —por vía subliminal— Jorge Enrique Caballero le rinde cálido homenaje a la Virgen María de la Caridad, Patrona de Cuba.
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