Dialogar con el multilaureado intelectual Ambrosio Fornet (1932-2022), Premio Nacional de Literatura, y Premio Nacional de Edición, acerca del estrecho vínculo literatura-periodismo, deviene un placer inefable para quienes amamos —con todas las fuerzas de nuestro ser— esas dos disciplinas, cuyo digno ejercicio constituye fuente nutricia de ética, humanismo y espiritualidad.
Mi interlocutor era escritor, editor, guionista cinematográfico, investigador y crítico literario, miembro numerario de la Academia Cubana de la Lengua, miembro ilustre de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), así como profesor titular adjunto de la Universidad de las Artes (ISA), donde ejerciera la docencia superior.
¿Cómo se produjo su llegada al ejercicio periodístico, dignificado en nuestro país por el venerable padre Félix Varela, José Martí, don Enrique José Varona y Juan Gualberto Gómez, entre otros no menos relevantes?
Primero, a través de un concurso convocado por la revista El Bancario. Escribí un ensayo con un estilo medio periodístico sobre el Apóstol. Después, colaboré con la revista Carteles. Yo tenía cierta relación con Antonio Ortega (1903-1970), director de esa revista. No recuerdo ahora cuándo ni cómo surgió. El caso es que me envió su novela Ready y manteníamos contacto.
Cuando llegué a New York, le mandé un artículo. Contaba cómo los habitantes de esa urbe se aglomeraban para ver el florecimiento de unos cerezos que Japón le había obsequiado a Estados Unidos a inicios del siglo XX.
Era un espectáculo bellísimo: ver todas esas flores mientras se abrían, todavía lo es, y al ver aquella cantidad de personas rendidas ante tanta hermosura, enseguida conecté la escena con la derrota de los japoneses por los norteamericanos en la Segunda Guerra Mundial, y por ahí surgió el título: Washington se rinde. Ortega enseguida envió un mensaje: «Sigue mandando».
¿Cómo usted percibe la relación literatura-periodismo?
Si partimos de entender el periodismo literario, no como la atención que se les presta a los temas culturales, sino como el uso de técnicas literarias y periodísticas para comunicar, entonces yo diría que el antecedente de toda conexión entre literatura y periodismo estaba en las grandes transformaciones registradas en la prensa estadounidense.
Era una atmósfera de la época (años 60 de la anterior centuria): los grandes reportajes, y sobre todo el fenómeno del Nuevo Periodismo, que se hacía con mucha conciencia literaria. Se podía hacer un cuento perfecto con esas historias. Fíjese en algo: sus reportajes siempre comenzaban con una persona, siempre; y eso responde a lo que periodistas y escritores norteamericanos llaman your attitude, es decir, yo siempre me estoy dirigiendo a ti, tú perteneces a un sector social, y yo tengo que cautivarte, llamar tu atención.
Los periodistas norteños nunca olvidan al lector y sabían muy bien que los recursos de la literatura eran excelentes para atrapar la atención del público. Es como el teatro, ¿cómo se atrapa el interés en una obra teatral? Primero está el personaje, que tiene que ser interesante; después los diálogos, y luego, debe concretarse una historia desde una perspectiva individual.
Detrás de todo eso, está la intención del autor de dirigirse a una persona y eso es algo que me parece hoy perdido en el periodismo insular, al menos en el cultural. A veces, escucho por la pequeña pantalla cada valoración que […] me parece que el televidente debe haber leído a Derrida para entenderla. Yo me pregunto, bastante preocupado, por cierto: ¿A qué persona se dirige? Al final, la idea que me llevo es que no tienen sentido del público.
¿Podría explicar qué entiende usted por Nuevo Periodismo, según los indicadores teórico-conceptuales aceptados por la prensa estadounidense?
Yo conocí el Nuevo Periodismo durante mi estancia en Nueva York. Otros debían conocerlo, estoy seguro de que Lisandro Otero (1932-2008) y Guillermo Cabrera Infante (1929-2005) sabían de él. En ese modus operandi de hacer periodismo influía mucho la narrativa norteamericana y los ejemplos de la Generación Perdida.
Era una literatura con una vocación muy bien definida para conectarse al lector y con modelos muy precisos de cómo escribir. Recuerdo, por ejemplo, la Antología del Spoon River o Spoon River Antology, de Edgar Lee Masters (1868-1950). ¿Qué era eso? Poemas escritos a partir de las tumbas en los cementerios; mencionaban el grabado en las lápidas, el paisaje, y en medio de una narración en verso transmitían un ambiente, una experiencia concretada en la realidad.
Hoy diríamos que es poesía coloquial, ¿y qué es eso si no una intención por comunicar, por tener en cuenta al lector y motivarlo? ¿Y eso no es periodismo? Esa vocación está muy enraizada en la narrativa norteamericana, nos la encontramos en Mark Twain y las Aventuras de Tom Sawyer y en Huckleberry Finn.
No por gusto Ernest Hemingway (1899-1961) decía que la nueva literatura en los Estados Unidos nació con Las Aventuras de Huckleberry Finn. Estaba, además, la literatura policial con Dashiell Hammett (1894-1961) y Raymond Chandler (1888-1959), quienes escribían de una manera concreta, y eso impregnaba la sensibilidad de los años sesenta en la mayor isla de las Antillas.
¿Cómo usted definiría la sensibilidad insular?
Se podía definir en algo muy rápido: en contra de la estética de Orígenes y a favor de Ciclón, que era decir también Lunes de Revolución. Nosotros queríamos una literatura más desenfadada y cercana a la realidad, y Orígenes era un espacio celestial, incapaz de contaminarse con la vida. José Lezama Lima (1910-1976) dijo: «nos movemos hacia un coto de mayor realeza». Era poner el péndulo al otro extremo y bien arriba. Añádale un poema a la virgen, que para ellos estaba en el cielo, y para nosotros andaba en la calle, si es que puedes encontrar muchas «vírgenes» en la calle.
¿Qué nos puede comentar acerca de la literatura y el periodismo pre-revolucionarios?
La literatura cubana antes de 1959 no estaba en condiciones de ofrecer un modelo que impactara en la prensa, tal y como lo hizo la narrativa norteamericana. ¿Cómo podía hacerlo? Yo conocía a ese gran precursor de las letras insulares, que es Luis Felipe Rodríguez (1884-1947), porque mi padre, un tenedor de libros en Veguitas, compró sus volúmenes por piedad. Luis Felipe andaba vendiendo sus libros por todo lo que hoy son las provincias de Granma y parte de Holguín, y así llegó hasta mi padre, quien los adquirió por pena.
Lezama Lima una vez contó que Luis Felipe iba a una librería donde había una salita con unas sillas alrededor de una mesita, tomaba un libro y se ponía a leer. Un día la salita amaneció sin los muebles. ¡Los habían quitado para que el hombre no fuera más! ¿Qué se podía esperar? ¿De Orígenes? Ellos eran cuatro gatos afortunados, pero cuatro gatos al fin. En Bayamo, donde vivía, nunca me topé con un ejemplar de la revista Orígenes, por ahí se saca la cuenta.
El periodismo tampoco ofrecía mucho. Bueno, estaba la revista Bohemia con los cuentos de Lino Novás Calvo (1904-1983) —cuando a veces salía alguno— y las crónicas de Eladio Secades (1908-1976), que sí era muy apreciado por los lectores. Pero, sus Estampas de La Habana no eran nuevas, ya que Jorge Mañach (1898-1961) lo había hecho; aunque en honor a la verdad, las de Secades son únicas.
También uno podía encontrarse con los antológicos artículos de Raúl Roa García (1907-1982) —muy agudo, muy incisivo— con los de Félix Lizaso (1891-1967), Medardo Vitier (1886-1960), Herminio Portell Vilá (1901-1992), Mario Kuchilán (1910-1983), quien era muy seguido al extremo de que el dictador Fulgencio Batista (1901-1973) mandó a darle una golpiza, pero todas esas figuras y los grados de innovación en el periodismo eran posibles solo en la medida que cayeran en la órbita de las revistas Bohemia, Carteles o del periódico Prensa Libre, de Sergio Carbó (1892-1971).
Fuera de ellos, no creo posible que se viera el grado de innovación registrado en los Estados Unidos. Ya le digo, quienes ejercimos el periodismo en Cuba durante los años sesenta lo hicimos con una conciencia muy grande de comunicar y con el convencimiento de que la literatura aportaba los métodos para contar una historia con interés, y porque estábamos en posesión de una estética que nos vinculaba directamente con la realidad; pero decir que teníamos una influencia grande de la narrativa y el periodismo anteriores al triunfo de las armas rebeldes, sería mentir, al menos desde mi perspectiva muy personal.
¿Algo que desee añadir para que no se le quede nada en el tintero?
Claro que sí. La literatura cubana en los años sesenta se convirtió en periodística, se volvió comunicativa, para poder expresar una realidad muy fuerte que estábamos viviendo en la nación caribeña.
Yo no estudié Periodismo, pero su ético ejercicio me permitió ponerme en sintonía con la época socio-histórica que me tocó vivir durante mi juventud. Fue un tiempo de comunicación y con la conciencia de que existía un público con el cual establecer ese intercambio. Toda mi vida he tratado de ubicar al hombre en su contexto socio-cultural. El sentido de mi obra es ese. Y haberlo cumplido, en parte, se lo debo al periodismo, porque literatura y periodismo son las dos caras de una misma moneda. No tengo duda alguna.
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