A veces se espera un día para decirlo todo, para demostrar afectos y reconocer sacrificios. De pronto se hace tarde y quedan abrazos por compartir, besos que entregar y confidencias que decir.
Para mí el cariño es un acto cotidiano. No soy de las que aguardo una fecha para demostrar lo que siento y por eso, a cada instante, traigo a mi Padre a la memoria, recuerdo su figura gallarda y viril a pesar de los años, su pelo encanecido, su lento andar y su mirada borrosa agrandada por los lentes.
Mi padre está siempre presente a pesar de la ausencia. Me acompaña en cada gesto, me alienta en los desafíos que impone la existencia, guía mis pasos con una luz salida del corazón y en medio del dolor o la tristeza, creo sentir el roce de sus manos fuertes y callosas a fuerza de tanto trabajar.
Fue tanto lo bueno que me dio mi viejo, que a pesar de su irreparable pérdida, él me acompaña en cada anciano que cruza ante mi vista, en cada historia compartida y en cada actitud que asumo ante la vida, guiada por su inolvidable ejemplo.
Discrepo con quienes esgrimen el criterio de que Padre es cualquiera. No puede ser cualquiera quien aporta la cimiente para junto a su compañera concebir un hijo, no puede ser cualquiera, quien desde el cariño, el respeto y el ejemplo, ayuda a su prole a descubrir el mundo, compartiendo penas y alegrías, aunque es cierto que desafortunadamente hay algunos hombres que no aquilatan el privilegio de la paternidad, allá ellos con su conciencia.
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