El Consejo Nacional de las Artes Escénicas otorgó este año de manera inusual su máximo lauro al duetto de Zenén Calero y Rubén Darío Salazar como Premios Nacionales de Teatro 2020, creadores que son símbolos vivos y actuantes, en especial, del arte titiritero como parte del movimiento teatral cubano.
Y el prestigioso jurado, integrado en su mayoría por premios nacionales, se pronunció a favor de este dueto, algo también inhabitual en los últimos años, porque se establece, como norma, un único reconocimiento. Pero como toda regla tiene su excepción, nada más justo en el caso de ambos que conforman una inagotable pareja de amor, vida y arte.
Matancero Zenén, santiaguero Rubén, se unen, a fines de los 80 del siglo pasado, bajo el techo del Teatro Papalote de René Fernández, quien sería el maestro de ambos. No olvido nunca que la profesora Mayra Navarro nos llevó aquella noche del primer encuentro entre René y Rubén, desde el isa a Matanzas, con el explícito propósito de insertar a Rubén, a punto de graduarse, en la égida creativa de un René en estado de gracia. Corrían los años del ciclo afrocubano de Fernández con aquellas imborrables puestas en escena diseñadas por Zenén Calero, quien, con formación previa en las artes plásticas, se hizo allí diseñador escénico y se especializó en el universo del teatro de figuras animadas.
Ahora rememoro el hecho y me reafirmo en la importancia de una orientación bien calibrada en la escuela, de que el individuo siga su propia vocación contra todo prejuicio (como el de aquellos años contra la creación titiritera, no extinguido aún del todo), y del supremo valor en el teatro del taller cotidiano que un grupo representa, con un formador al frente.
Esto mismo, un cuarto de siglo después, es ahora Teatro de Las Estaciones, el colectivo que Rubén Darío y Zenén fundaron junto a unos cuantos actores en plena crisis de los 90, entre otros avatares. Porque, ¿quién que es y se cumple, no es un batallador contra obstáculos y muros? No me detendré en los hitos de ese itinerario, ni enumeraré la cronología imparable de espectáculos concebidos con riesgo e inteligencia por Salazar y expresados en la visualidad magnífica y sensible de Calero. Baste saber que ellos, junto a sus sucesivos equipos de trabajo, son artesanos de una belleza única, siempre sorprendente, plena de un humanismo que electriza a niños y adultos. Belleza que saben política sin costurones, porque procuran con ella ese cénit del arte que es la felicidad.
Y son más que una simple pareja, una entidad esencial, un ying-yang perfecto, cuya persistencia ha permitido mover piedras en Cuba y en el mundo. En Matanzas levantaron taller, sala y jardín, ahora tienen en La Habana las llaves del Guiñol Nacional en rehabilitación, y Rubén las de su Santiago natal, son incansables promotores de saberes por cualquier vía aprovechable, de encuentros y estrategias pedagógicas. Alumnos antes, maestros hoy.
Solo les faltaba el Premio Nacional de Teatro para reafirmarles que también tienen un corazón repartido en Cuba entera, agradecida.
Texto: Omar Valiño
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